La muerte de un burócrata

Por Juan Pedro Aguilera París Tramitador procesal y administrativo de la Sala Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, sede de Málaga

Determinadas filmografías relativamente minoritarias y poco convencionales como la cubana posterior a la revolución castrista, tan alejadas del siempre dominante cine de Hollywood, pueden depararnos gratas sorpresas como el film que aquí nos desgrana Juan Pedro Aguilera París. La Muerte de un Burócrata, de Tomás Gutiérrez Alea es un buen ejemplo de ello: una ya clásica comedia cuyo tema, la burocracia,  a veces nos resulta tan cercano.

Comedia dirigida por Tomás Gutiérrez Alea en 1966 que desde el primer momento demuestra su género desinhibido. Los mismos créditos iniciales, una parodia de una resolución administrativa musicada con una marcha fúnebre interrumpida constantemente por el sonido de una máquina de escribir, nos transmiten su espíritu burlón y satírico, su frescura y atrevimiento. La obra se inscribe dentro del movimiento llamado Nuevo Cine Latinoamericano, reacción a la todopoderosa y rígida industria hollywoodiense, un cine más próximo a las inquietudes de los autores y a los problemas cotidianos de la gente y que en el ámbito cubano sirvió además como propaganda de los ideales revolucionarios y socialistas con la intención de convertirse en una herramienta de cambio social y político. La dedicatoria previa a Buñuel, Stan Laurel, Oliver Hardy, Ingmar Bergman, Harold Lloyd, Akira Kurosawa, Orson Welles, Juan Carlos Tabío, Elia Kazan, Buster Keaton, Jean Vigo y Marilyn Monroe anticipa la naturaleza de muchas de sus escenas, algunas convertidas en homenajes demasiado obvios, sin complejos, según comenta el propio director: coherentes con la retórica burocrática.

La excelente secuencia con la que arranca el largometraje en el cementerio, el enterramiento del ejemplar proletario Paco, inventor de una máquina que fabrica bustos de José Martí para que el ideal revolucionario llegue a todos los hogares y rincones del país, mezcla escenas de índole muy variada y deja claro la riqueza crítica y la descarada ironía que nos espera. En este sentido hay que aclarar que, pocos años después del triunfo de la Revolución cubana, tal crítica se dirige a la persistencia de algunas características del antiguo régimen que la nueva realidad socialista, de la que Gutiérrez Alea es simpatizante y activo defensor, pretende erradicar, por ejemplo la religión, el machismo, el capitalismo y muy especialmente la penetrante burocracia prerrevolucionaria, lo que no deja de ser curioso para un espectador del siglo XXI consciente de que será la propia Revolución la que conducirá al país hacia un sistema totalitario y dictatorial, por definición fábrica y refugio de la peor burocracia.

A partir del entierro comienza el calvario de la esposa y el sobrino del difunto, encarnados por Silvia Planas y Salvador Wood, cuyas interpretaciones resultan a veces forzadas, en parte a salvo dentro de los límites de la parodia.

Como siempre, la coartada del humor y el sarcasmo logra ocultar los defectos o vicios del pensamiento, de los que en realidad nadie está a salvo. Puede que la dirección de actores sea algo deficiente a juzgar por la poca naturalidad de algunos secundarios. El caso es que cuando la viuda intenta iniciar los trámites para cobrar la pensión, ella y sobre todo su sobrino Juanchín se topan con una tenaz burocracia que les relega una y otra vez a su condición de desvalidos individuos atrapados en una compleja red de normas y leyes inflexibles.

La película fue producida por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos hace más de medio siglo y el guión está firmado por Tomás Gutiérrez Alea, que también la dirige, y por Alfredo L. Del Cueto y Ramón F. Suáres, un guion lleno de detalles y guiños inteligentes, que desborda humanidad y que nos conduce con una sonrisa o incluso con carcajadas a través de situaciones inverosímiles e hilarantes que retratan la desesperación del protagonista. Una obra en ocasiones deudora de la comedia del cine mudo y del slapstick, con sus gags, sus alborotos, sus golpes, sus equívocos, sus peleas y persecuciones pero que no pierde el tono ácido y crítico, a veces surrealista y otras incluso lírico.

La administración pública vertebra nuestro civismo y ordena nuestras complejas sociedades, las mantiene a salvo de la anarquía, sin embargo la excesiva burocracia las somete también a una rigidez paralizante, las deshumaniza, las conduce a callejones sin salida, a situaciones injustas y absurdas. Tomás Gutiérrez Alea, intelectual revolucionario, es consciente de que la burocracia es al fin y al cabo la consecuencia de un sistema plagado de parásitos que dificulta e incluso impide el desarrollo de su país. Según sus palabras, no carentes de ironía, él mismo la sufrió y se propuso rodar la película como venganza y como apoyo moral a todas sus víctimas porque, también según su opinión, sería mucho pedir que el film llegase a provocar una toma de conciencia en el espectador burócrata. Alea describe el ecosistema administrativo y su fauna de funcionarios desde varios puntos de vista, un ejército invencible de soldados de rango y condición muy diferentes armados con sus máquinas de escribir y sus temibles formulismos, un mundo endogámico y agarrotado, jerarquizado, mezquino y aburrido, a menudo indiferente, con dos velocidades, una lenta y otra rápida gracias a las amistades, sofocado por toneladas de papeles detrás de los que hay sentimientos normalmente ignorados. La burocracia puede definirse como una maquinaria implacable que se alimenta de símbolos recurrentes que se han acomodado a la estructura del poder establecido pero también puede considerarse como el estado de ánimo del burócrata, una forma miserable e indolente de relacionarse con el entorno laboral, cómoda, sumisa o dictatorial, irresponsable, por qué no extensible a otros ámbitos de la vida.

El joven protagonista se erige de principio a fin como un héroe cotidiano que trata de conservar un mínimo de sentido común ante un monstruo absurdo que lo deshumaniza y lo conduce a la locura. El final del film obedece a esta lógica y el humor se convierte en algo más que inquietud. Gutiérrez Alea aboga por enterrar con creatividad, humor y humanidad a ese funcionario inflexible y holgazán que todos llevamos dentro. Una película recomendable y paradójicamente repleta de vida a pesar de que la muerte sea una protagonista indiscutible.