L’Atalante

Por Juan Pedro Aguilera París Tramitador procesal y administrativo de la Sala Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, sede de Málaga

Como si fuera una especie de droga luminosa que modifica nuestra percepción de las cosas, el cine nos brinda la posibilidad de mirar el mundo de un modo diferente. Los autores de una película toman posesión temporal de nuestras mentes y nos permiten ver lo que nos rodea a través de sus ojos. Desde este punto de vista la emoción de la mirada de Jean Vigo en este su único largometraje puede considerarse como un maravilloso regalo para el espectador.

Cuando filmó esta obra, Jean contaba tan solo veintinueve años y padecía una tuberculosis que finalmente acabó con su genio en octubre de 1934, poco después de estrenarla en las salas de exhibición francesas, por cierto bastante manipulada por la productora.

En plena transición del cine mudo al sonoro, Jean supo aplicar lo mejor de cada uno de ellos para sublimar este sencillo relato y plasmar con brillantez las íntimas emociones de sus maravillosos personajes, monumentos de humanidad al mismo tiempo víctimas y beneficiarios de sus deseos y carencias. Personajes auténticos y espontáneos, imperfectos y siempre cálidos, que comparten con nosotros pasiones, afectos y debilidades en las entrañas de una barcaza poblada de trastos y gatos llamada L’Atalante. Una barcaza que es un mundo singular dentro de otro mundo, como un sueño dentro de una pesadilla, el hogar de una peculiar familia de cuatro miembros unidos por un destino incierto y líquido como las aguas sobre las que se desliza.

El concepto de ‘realismo poético’ con que normalmente se califica a este largometraje trata de explicar la ‘emotiva sencillez’ que destilan todas sus escenas, porque parece que la materia prima del film sea poco más que sentimiento en estado puro, libre de falsedad y artificio. Todo se mueve por necesidades muy básicas, sin sofisticaciones ni trampas, como un canto espontáneo o una auténtica melodía de la vida.

Jean era hijo de anarquistas y defensor del cine social y para esta película contó de nuevo con la colaboración del director de fotografía Boris Kaufman, hermano del famoso cineasta ruso Dziga Vertov, cocreador y máximo exponente de la teoría del cine-ojo y del cine-verdad.

La cámara-arma de Vigo, documentalista de corazón, va a la caza de realidades íntimas e indomables, sin adornos ni complejidades innecesarias. A veces pienso que el guion es solo un pretexto para que sintamos el latido orgánico y esencialmente humano de la gente humilde, la poesía de la humanidad más elemental. Ternura, humor, música, lirismo, brutalidad, amor y erotismo en una sencilla historia de amor, casi una alegoría del matrimonio, con imágenes deslumbrantes y protagonistas muy vivos, instintivos y simpáticos como niños: el serio y estrecho Jean (Jean Dasté), la luminosa y curiosa Juliette (Dita Parlo) y el impresionante tío Jules (Michel Simon). Emocionantes imágenes que se graban profundamente en nuestra memoria, como las famosas inmersiones acuáticas, o la secuencia de los sueños eróticos, o la del camarote de Père Jules, o la caminata de la pareja entre los almiares, sin olvidar por supuesto la sublime escena de la novia en cubierta dirigiéndose hacia la popa de L’Atalante en marcha.

El inesperado giro de guion aumenta, si cabe, el atractivo de la película y al final uno se queda con ganas de seguir navegando en blanco y negro en esa sucia chalana que transporta a través de los años una de las miradas más hermosas de la Historia del cine.

A falta de mejor idea, terminaré con unas palabras del propio Vigo: ‘Dirigirse hacia el cine social significará decidirse simplemente a decir algo y a suscitar ecos diferentes de los eructos de todos esos señores y señoras que van al cine a hacer la digestión’.