Transferencia de la Formación al Puesto de Trabajo (I)

Iniciamos en este artículo una reflexión sobre la Formación y las condiciones que esta debe cumplir para alcanzar sus objetivos.

Por Rafael Márquez Rodríguez. Sección Selección y Provisión. Delegación del Gobierno de la Junta de Andalucía en Málaga

“¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?” Esta frase, tomada prestada de Groucho Marx, resume mis sensaciones tras la puesta en común en la que participé durante las IV Jornadas sobre Innovación y Excelencia Docente, organizadas por el Instituto Andaluz de Administración Pública (IAAP), y celebradas en Málaga el pasado 12 de junio de 2019.

A pesar de los buenos deseos de los asistentes a dichas jornadas en pro de seguir transitando el camino oficialmente correcto para solucionar el longevo problema de la transferencia de la formación al puesto de trabajo, mi percepción es que llevamos tiempo alejados de la senda que nos puede llevar a su solución real, y lo peor es que ni siquiera somos conscientes de ello. Posiblemente, en algún momento llegamos a transitar por ella, pero nos hemos desviado hace tiempo. Los hechos, me temo, no entienden de buenas intenciones y suelen ser tercos para mostrar la cruda realidad de las cosas.

“Houston, tenemos un problema”

Antes de abordar este tema con mayor profundidad, permitidme echar la vista atrás por un momento, porque no todo son malas noticias.

Durante mis más de veinte años como funcionario, he sido gestor de formación, docente y alumno, y el problema de la escasa transferencia de lo que aprendemos en los cursos de formación a nuestros puestos de trabajo ya existía cuando ingresé en la Administración, sigue existiendo y, a no ser que hagamos algo diferente de lo que hemos hecho hasta ahora, me temo que goza de muy buena salud para seguir entre nosotros bastantes años. Sin embargo, hay que decir que, desde una perspectiva histórica, hemos mejorado.

Como muchos/as recordaréis, tradicionalmente el IAAP, tras publicar su Plan anual de Formación a principios de cada año, dedicaba sus esfuerzos durante todo el ejercicio a su correcta ejecución, entendiendo por tal que todas las actividades formativas se ejecutaran en las fechas inicialmente previstas y se culminaran los respectivos expedientes con el pago a los colaboradores y la expedición de los correspondientes certificados al alumnado. El hecho de si esa formación producía o no un impacto real en los puestos de trabajo era algo que no parecía preocupar a la Administración, que tan sólo realizaba al final de cada actividad encuestas de satisfacción del alumnado sobre temas tales como el profesor/a, el aula, los medios utilizados… pero sin ninguna referencia a si el conocimiento que se había adquirido se reflejaba luego en el desempeño de nuestros respectivos puestos de trabajo. La gran mayoría de nosotros contestábamos a esas encuestas de forma casi mecánica, como un trámite burocrático más que había que realizar (es decir, con pocas ganas y menos convicción), valorando todos los parámetros sobre los que se nos pedía opinión con la misma puntuación (6,6,6,6,6,6,6, ó 7,7,7,7,7,7…).

Sin embargo, hace ya algunos años el IAAP tomó conciencia de que todo el despliegue de recursos humanos, económicos y materiales que empleaba para la ejecución de cada Plan anual de Formación apenas tenía repercusión en la tasa de transferencia de los conocimientos adquiridos en esas actividades formativas a los puestos de trabajo de las personas asistentes a los mismos (la media de los porcentajes de transferencia, según los propios datos de los estudios encargados por el IAAP, era inferior al 10%). El primer paso para solucionar un problema es reconocer que se tiene un problema, solo que, en nuestro caso, hemos tardado décadas en ser conscientes de ello.

Este baño de cruda realidad provocó que se buscaran nuevos enfoques que permitieran rentabilizar la inversión en formación, buscando que esta fuera más eficaz y eficiente. En otras palabras, se pretendía elevar la paupérrima tasa de transferencia. Más vale tarde que nunca.

Pero, ahora que somos conscientes de que tenemos un problema, ¿qué hemos hecho al respecto? Pues me temo que no mucho o, desde luego, no lo suficiente.

Hasta ahora, el único intento serio de articular un mecanismo de garantía de la transferencia de conocimientos lo constituyó la inclusión en 2014 en los cursos de formación de módulos de seguimiento y medición de la transferencia a través de la hoy malograda aplicación informática Maestra. Estos módulos y la filosofía que los sustentaba, sin duda iban en la buena dirección, pero partían de errores de concepto que no solo impidieron que consiguieran su objetivo (aumentar el nivel de transferencia de la formación al puesto de trabajo), sino que desembocaron en su fulminante supresión, previa constitución de un grupo de trabajo de “expertos” al que fui invitado a participar.

El hecho de que la única medida derivada de su consejo “experto” consistiera en eliminar dicho intento de establecer un mecanismo de garantía sin proponer ninguna otra alternativa a cambio fue, en mi opinión, lamentable, especialmente porque, desde entonces, no ha habido ningún otro intento serio de trabajar en esa dirección, aunque, paradójicamente, en las Jornadas sobre Innovación y Excelencia Docente se nos recuerda con cierta impostura: “si no hay transferencia, no hay formación”.

Quizás sea bueno recordar que los errores no son un drama o un estigma, son parte imprescindible del camino del conocimiento, el camino que se debe recorrer para conseguir el éxito. En cambio, el fracaso es renunciar si se comete un error. ¿Cuántos errores cometió Edison antes de crear la bombilla? Según el propio Edison, “no fueron mil intentos fallidos, fue un invento de mil pasos”.

Ahora bien, no estamos aquí para criticar por criticar, sino para hacer crítica constructiva. Y en este sentido, la crítica, si es constructiva, es necesaria; y, al igual que los errores, son parte imprescindible del camino hacia el conocimiento y el éxito.

Aproximación al problema

Desde hace décadas, las teorías del management provenientes de Japón defienden una máxima que parece de sentido común: quien conoce bien el problema que tiene entre manos, tiene con ello la mitad de la solución al mismo. Una frase atribuida a Albert Einstein ejemplifica la misma afirmación: “si tuviera una hora para solucionar un problema, emplearía cincuenta minutos en pensar en el problema y diez en pensar en la solución”.

Es decir, conoce primero el problema que quieres solucionar, antes de plantearte buscar una solución. Un médico que pretende sanar a un paciente sin interesarse por sus síntomas u obviando aquellos que le resulten desagradables o poco relevantes seguro que, aun así, es capaz de prescribir un tratamiento, cualquier tratamiento, pero difícilmente un tratamiento efectivo para curar al paciente.

Pues bien, en mi opinión, cuando tratamos de enfrentar el problema de la escasa transferencia de la formación al puesto de trabajo empleamos la mayor parte del tiempo en buscar soluciones sin conocer adecuadamente el problema que tenemos entre manos. Es decir, lo hacemos al revés, o sea, mal. En definitiva, existe un defectuoso análisis del problema o, sencillamente, no hay verdaderamente un análisis riguroso del mismo.

En las siguientes líneas trataré de apuntar algunas pautas que, debiendo tenerse en cuenta para el adecuado análisis del problema, en mi opinión suelen obviarse, dando lugar a un análisis erróneo del mismo y, consecuentemente, solo pueden dar lugar al desarrollo de soluciones inocuas.

Pero antes de entrar en materia, hay que hacer varias advertencias previas:

1º. La transferencia de la formación al puesto de trabajo constituye un problema complejo. Sus raíces son múltiples y tienen diversos orígenes. En consecuencia, la solución al mismo pasa por adoptar una diversidad de medidas de distinta naturaleza; no hay una solución única, sino un conjunto de medidas que, aplicadas de forma conjunta y selectiva, pueden permitir hallar la solución a cada caso concreto.

2º. Como consecuencia de lo anterior, tampoco existen soluciones universales que funcionen plenamente en todos los casos. Los problemas que suelen tener como uno de sus elementos definitorios las circunstancias concretas que rodean a su producción requieren, igualmente, soluciones adaptadas al caso. Por tanto, un elemento necesario de las soluciones que se adopten debe ser su flexibilidad y adaptabilidad.

3º. Resulta poco menos que imposible alcanzar una plena transferencia de la totalidad de los conocimientos adquiridos en actividades formativas al puesto de trabajo, por lo que nuestro esfuerzo debe ir dirigido a aumentar lo máximo posible la tasa de transferencia en función de las circunstancias en cada caso concurrentes, sin obsesionarnos por intentar que la misma llegue a un inalcanzable 100%.

Ahora sí, después de estas advertencias previas, por fin llega el momento de entrar en materia. De esta forma, y sin perjuicio de considerar otros elementos igualmente relevantes para la definición del problema, creo que cualquier análisis de la escasa transferencia de la formación al puesto de trabajo debería tener en cuenta, al menos, los siguientes extremos:

A) La existencia de formación formal e informal. En toda organización existen canales formales e informales por los cuales se transmite información y formación a cada uno de sus miembros. Los formales los impone la dirección en beneficio de la organización, mientras que los informales son creados por sus propios miembros al margen de aquella, actuando tanto en beneficio de unos como de otra (eventualmente, incluso en perjuicio). Ambos canales cumplen su propia misión y ambos son inevitables y necesarios.

Los canales formales sirven para canalizar y transmitir las instrucciones y órdenes superiores sobre las reglas de funcionamiento de la organización y de sus miembros. Su estructura y contenido están diseñados por la dirección de forma objetiva y abstracta con el objetivo de dotar a los escalones de la organización jerárquicamente inferiores de la información y formación necesarias para el desarrollo de sus funciones. Estos canales no suelen tener en cuenta el elemento humano, sino tan solo las normas de funcionamiento internas y externas, cuyo conocimiento y aplicación rigurosa se entienden necesarias para poder conseguir un rendimiento óptimo.

En cierto sentido, y puesto que la organización de la que tratamos es la Administración Pública, podemos decir que esta formación responde a un concepto clásico o weberiano de la burocracia, en donde existe una ciega confianza en que el estricto cumplimiento de las normas es suficiente, por sí solo, para optimizar el rendimiento. Es decir, una adecuada planificación de la formación por parte de los órganos superiores y una correcta ejecución de esta por los órganos inferiores debe producir, en teoría al menos, la transferencia de conocimiento al puesto de trabajo.

Por su parte, los canales informales son más complejos, ya que no solo cumplen más funciones que los formales, sino que están basados en las relaciones humanas, y estas son, por definición, un universo mucho más complejo. Estos canales permiten igualmente conocer las reglas de funcionamiento de la organización, pero lo hacen poniendo su acento en sus normas informales (lo que no viene en los libros y manuales), las cuales no se integran habitualmente en los canales formales, pero que son igualmente necesarias para el correcto funcionamiento de la organización, ya que tienen especialmente en cuenta el principal activo de cualquier organización: el factor humano; además, en ocasiones, cuando los canales formales no cumplen adecuadamente su misión, los informales terminan suplantándolos y sustituyéndolos como elemento de transferencia de las normas formales; por último, en cuanto tienen en cuenta el factor humano, actúan como elemento de integración y cohesión de los miembros de la organización.

Si nos detenemos a pensar de qué modo hemos recibido la formación necesaria para el adecuado desempeño del puesto de trabajo que ocupamos en la actualidad, tendremos una clara imagen de la existencia de ambos tipos de formación y de cuál es el peso e importancia de cada una de ellas en nuestra organización.

Conclusión: es necesario tener plena consciencia de la existencia, inevitable y necesaria, de ambos tipos de formación para intentar sacar el máximo provecho de ambas, así como del hecho de que si la formación informal constituye la principal fuente de transferencia de conocimientos al puesto de trabajo ello se debe a que los canales de formales no están funcionando adecuadamente.

B) Problemas reales, soluciones realistas. Como una de las causas del problema (y, en sentido contrario, como una de sus soluciones) se suele citar la implicación del entorno. Se afirma recurrentemente: se necesita la implicación de los jefes/as y, en una medida quizás algo menor, también la de los compañeros/as. 

Ante esta afirmación, expresada comúnmente con rotundidad, todos asentimos (claro, claro, indudablemente, por supuesto). Pues bien, eso no va a ocurrir. Ni ahora, ni, lamentablemente, en un futuro próximo.

Coincido en que la falta de implicación es una de las causas del problema, pero, si somos rigurosos en su análisis, no podemos decir que forme parte de su solución, y no porque no deba serlo, sino porque existen imponderables que lo impiden. Sencillamente, los jefes/as no se van a implicar con la formación de sus subordinados en el grado necesario para que se produzca la transferencia adecuada al puesto de trabajo ¿Negatividad? No, realismo. Cuanto antes lo admitamos, antes pasaremos página y dejaremos de proponer soluciones propias de un mundo ideal que no funcionan en nuestra imperfecta realidad.

Sería estupendo que esa implicación existiera, como también lo sería que viviéramos en un mundo sin contaminación, guerras, pobreza o hambre. Sin embargo, no hace falta ser muy perspicaz para notar que la mejora de la formación de los empleados públicos (el principal activo de la Administración, no lo olvidemos) no forma parte de la agenda de clase política, ni antes, ni ahora, y, lamentablemente, tampoco parece que lo vaya a ser en un futuro inmediato.

La implicación requiere dedicación, y esta, tiempo, y todo el tiempo de nuestros superiores está dedicado, por orden expresa o implícita de los responsables políticos, a poner en marcha el plan de gobierno del Ejecutivo de turno. Es más, la continuidad en sus puestos de trabajo depende en buena medida de ello.

El cumplimiento de las promesas electorales condiciona las agendas políticas hasta tal punto que relega a un lugar ínfimo la preocupación por la adecuada formación de los/as empleados públicos. De esta forma, se obvia el hecho de que dotar de una mejor formación, en términos de una mayor transferencia de conocimientos al puesto de trabajo, a los/as empleados públicos constituye, por sí misma, una poderosa herramienta para la consecución de esa agenda política ¿Alguien duda de que contar con empleados/as bien formados y motivados no solo constituye un poderoso instrumento para la óptima consecución de las políticas públicas, sino un condicionante necesario para ello?

Cada nivel jerárquico de la organización está presionado por el nivel superior que, a su vez, presiona al inferior, para trabajar en orden a la consecución de los objetivos marcados por la cúspide gubernamental. El principio de jerarquía y el papel rector de la Administración que constitucional y legalmente se reconoce al gobierno así lo determinan. Pero, a resultas de ello, no queda espacio para la implicación en la mejora de la transferencia, ya que todo el tiempo disponible se dedica a cumplir los mandatos recibidos, entre los que nunca se encuentra la implicación en la transferencia de la formación. No se trata de que la clase política no quiera formar a los/as empleados públicos, sino de que esta necesidad se encuentra bastante relegada en el orden de prioridades de la agenda política.

En este sentido, resulta curioso comprobar cómo se comprende perfectamente que en la Administración digital del siglo XXI no se puede trabajar sin disponer de un ordenador, pero no se atribuye la misma relevancia a la formación de los/as empleados públicos, cuando, más que nunca en nuestra historia, nos encontramos ante una realidad, normativa y tecnológicamente, en constante cambio y evolución, en la que, además, la ciudadanía no se conforma con disponer de servicios y empleados/as públicos que respeten la legalidad (eso era una aspiración del siglo XIX, afortunadamente superada), sino que legítimamente exigen que sean eficaces y eficientes en el desempeño de sus funciones, lo que no puede lograrse si no están bien formados. En otras palabras, ¿de qué me sirve tener herramientas si no sé usarlas? ¿cómo podemos ser eficaces y eficientes en la sociedad del conocimiento y la información si permanecemos ajenos a ellas? Sólo puedo hacer lo que sé hacer, solo sé hacer lo que conozco, solo conozco lo que aprendo, solo aprendo…

El resultado de todo ello es la creación de un círculo vicioso difícil de romper: la consecución de los objetivos políticos dificulta la implicación en la transferencia; la falta de implicación en la transferencia dificulta la plena transferencia; la baja transferencia dificulta la consecución de los objetivos políticos.

Conclusión: dejemos a un lado las soluciones ideales que solo funcionan en el papel (el papel lo aguanta todo) y centrémonos en describir lo más fiel y objetivamente posible nuestra imperfecta realidad, lo que nos permitirá hallar soluciones realistas que verdaderamente puedan funcionar en ella.

C) La formación como mérito. Tradicionalmente, la asistencia a actividades formativas ha formado parte de los méritos a valorar en los procesos concursales para la obtención de mejores puestos de trabajo de los/as empleados públicos, para ascender profesionalmente a través de la promoción interna o, en su caso, para el propio acceso al empleo público.

Cualquier gestor de formación sabe que en la previa justificación del interés por asistir a una actividad formativa que se suele pedir a los/as empleados públicos para su selección como alumnos/as suele estar presente la necesidad de conseguir los méritos que faciliten el desarrollo de la carrera profesional. Por supuesto, esta motivación es plenamente legítima, pero produce de forma colateral un efecto perverso: la asistencia a actividades formativas deriva en una competición para conseguir el mayor volumen de méritos posible frente al resto de empleados/as (nuestros “competidores/as” en el desarrollo de nuestra carrera profesional) al margen de la posibilidad real y efectiva de transferir al puesto de trabajo los conocimientos adquiridos en la formación.

Esta situación, que solo desde posturas ingenuas o interesadas puede calificarse como marginal, da lugar incluso a la asistencia a actividades formativas que no guardan relación con el puesto de trabajo desempeñado y que, por tanto, derivan necesariamente en una nula tasa de transferencia de conocimientos al mismo.

Ahora bien, no se trata de poner en cuestión el derecho a la formación o a la carrera profesional, sino de evidenciar que no todas las actividades formativas, por el mero hecho de estar incluidas en un Plan de Formación, van a producir transferencia de conocimientos al puesto de trabajo. De hecho, hay actividades formativas que, no ya por la presencia del efecto perverso al que acaba de hacerse referencia, sino por su propio contenido, no son susceptibles de producir dicha transferencia, como es el caso de la formación recibida para facilitar el tránsito hacia la jubilación.

Por tanto, debemos admitir que no toda la formación recibida va a producir transferencia. En este sentido, podemos distinguir la formación que permite transferencia de la que no, y dentro de aquella la que lo permite de forma inmediata (verdadera formación de transferencia) de la que lo puede hacer a medio plazo (formación para la promoción).

En esta clasificación, la única formación que debe tener carácter obligatorio es aquella destinada a generar transferencia de forma inmediata al puesto de trabajo, puesto que se basa no solo en las necesidades del empleado/a, sino, principalmente, en las necesidades de la organización. Por este motivo, este tipo de formación debe encontrarse libre de las motivaciones inadecuadas que se derivan de incluir las actividades formativas en los baremos de méritos.

Conclusión: la formación con transferencia inmediata no debe formar parte de los baremos de méritos, bajo pena de que, como hasta ahora, se termine desvirtuando su finalidad y, como consecuencia, no se produzca la transferencia que con su programación y ejecución se pretende.

D) La diversidad de soluciones formativas. Es habitual que, pese a la diversidad de situaciones y necesidades formativas existentes, la Administración responda a esa demanda de forma homogénea, es decir, sea cual sea el problema, la solución es la misma: el curso estándar.

Pese a las proclamas de los Planes de Formación de los últimos años en favor de la flexibilización y adaptabilidad de las actividades formativas que en los mismos se contienen a las circunstancias sobrevenidas (cambios normativos, nuevas aplicaciones informáticas, procesos masivos de movilidad…), la realidad es muy distinta. Ya no es que se reaccione tarde a las nuevas necesidades formativas, sino que se ofrecen las mismas soluciones (actividades formativas estándar) a problemas muy diversos entre sí.

Por ejemplo, es posible que dos departamentos de personal tengan en común un problema de defecto de conocimientos en materia de recursos humanos, pero si una de esas unidades pertenece a la Consejería de Hacienda, Industria y Energía, donde la mayor parte de los/as empleados públicos son funcionarios, y la otra a la Consejería de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación, donde la mayor parte de los/as empleados públicos son personal sometidos a Derecho Laboral, no se puede atender a sus respectivas necesidades con la misma y estandarizada actividad formativa.

A esa falta de atención a las necesidades concretas se suma el hecho de que un curso estándar de 20 o 30 horas no puede pretender aspirar a englobar una materia cuyo conocimiento requiere un significativamente mayor número de horas de dedicación, o que no se usen medios audiovisuales para enseñar el funcionamiento de una nueva aplicación informática, o que la formación tenga lugar siempre en un espacio de tiempo limitado y concreto. Es decir, no solo existe una ausencia de adaptabilidad en cuanto a los contenidos, sino también en cuanto a los formatos que resultan más adecuados.

Píldoras formativas, minicursos, formación presencial y on line, comunidades de prácticas, uso de técnicas audiovisuales, todas ellas, y otras muchas, constituyen técnicas que permiten la adaptación de la solución formativa al problema concreto. No se debe señalar a solo una de ellas como la solución universalmente correcta sin conocer las circunstancias concretas del problema que la formación pretende solventar. Primero diagnosis, luego soluciones.

Conclusión: la solución se debe adaptar al problema y no el problema a la solución.

Aunque todo esto no es más que un esbozo del problema, me resulta difícil no concluir que la gestión de la formación, a la que todos/as (Administración, empleados/as y organizaciones sindicales) hemos contribuido en mayor o menor medida, nos ha situado ante una tormenta perfecta que ha imposibilitado que lleguemos a buen puerto, sobre todo si seguimos sin hacer nada distinto a lo hecho hasta ahora o, peor aún, si no hacemos nada. Pero a eso, a intentar aportar soluciones, dedicaremos la segunda parte de este artículo.

Un saludo.


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