Juan Pedro Aguilera Paris,Tramitador procesal y administrativo de la Sala Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, sede de Málaga, nos comenta su opinión sobre la película Detroit, tildada por algunos como obra maestra del cine en los últimos años.

La directora Kathryn Bigelow y el guionista Mark Boal vuelven a firmar conjuntamente, tras sus dos anteriores y excelentes películas (‘En tierra Hostil’ y ‘La noche más oscura’), otra obra demoledora cargada de tensión en la que esta vez los personajes se ven inmersos en los terribles acontecimientos vividos durante los disturbios raciales de Detroit de 1967 en los que intervino el mismísimo presidente Lyndon B. Johnson con el envío de dos divisiones aerotransportadas del ejército norteamericano. No fueron los primeros ni los últimos disturbios derivados de la severa enfermedad racista que padece EEUU pero fueron muy graves (43 muertos, 1.189 heridos contabilizados, unos 7.200 arrestos y daños materiales valorados en varios millones de dólares), algo así como la explosiva liberación de la tensión acumulada durante décadas de problemas sociales y enfrentamientos étnicos cuya chispa al parecer prendió durante el allanamiento por parte de la policía de un club sin licencia en el que unos ochenta negros celebraban la vuelta de dos excombatientes de Vietnam.

La indignación que a través de la violencia expresó una parte de la población negra hastiada de la injusticia estructural emanada del racismo blanco, y la consecuente represión del desorden por parte de la policía normalmente blanca, son el terreno propicio para que Bigelow desarrolle toda su capacidad como directora enervante.

Del colorido prólogo animado con la obra del artista negro Jacob Lawrence pasamos enseguida a un conflictivo Detroit de la mano de una inquieta cámara que junto a una particular textura fílmica, a algunas imágenes de archivo y a un montaje ágil recrean la atmósfera tensa de aquellos funestos días que tuvieron en vilo durante casi una semana a todo el país, una atmósfera opresiva en la que Bigelow y Boal se sienten como peces en el agua y de la que el espectador no podrá escapar hasta que termine la película.

El guion comienza desplegándose hábilmente a través de distintos personajes que abren varios relatos de un modo muy atractivo mediante secuencias de diverso género que por sí solas guardan interés a pesar de que su relación es todavía incierta. La trama abierta y agradablemente imprevisible da paso a una tercera parte que se desarrolla en el Motel Algiers, donde se recrean algunos famosos y dramáticos hechos en los que confluyen los relatos y los personajes anteriormente presentados, hechos que pronto alcanzan un clímax de tensión duradera magníficamente rematada por el equipo técnico y los actores, en especial Will Poulter y Ben O’Toole, que dan vida a dos policías racistas y violentos que ponen los pelos de punta. De lo que sucede en esta parte pueden inducirse muchas de las generalidades del conflicto racial y está tan bien escrita y rodada, y se extiende durante tanto tiempo, que uno adquiere una sensación de angustia que raramente ha sido igualada en otras películas. Llegamos a compartir completamente la inquietud de la cámara y a intuir el terror del momento. La nocturnidad, el aparente caos, el sudor, la incertidumbre, el machismo, el fanatismo racista, el miedo y la brutalidad policial se mezclan en una exasperante situación que no da tregua ni respiro al espectador. La actuación responsable de algunos militares y policías tal vez compensa la crueldad de otros pero no consigue apagar la iniquidad racial normalizada por la tozuda costumbre, algo que se deja ver en la que podría ser una cuarta parte del film, rodada con una cámara que ya no se mueve tanto pero que prolonga la tensión a un dinámico proceso judicial que previsiblemente desembocará en un veredicto afectado de la misma injusticia que impregna el resto de la sociedad, una realidad que no tarda en manifestarse y que nos reafirma en nuestra convicción de que el racismo es estructural y por tanto se extiende a todas las instituciones, incluidas por supuesto las que representan al Poder Judicial.

La última parte adopta un tono diferente, reflexivo, y a través de la metáfora de la música comprendemos que el racismo y, más aun, los hechos violentos con él relacionados, normalmente dejan una mella profunda en las personas que los sufren. Pero no hay que rendirse, es preciso hacer un esfuerzo para que la injusticia no acalle la música de nuestras vidas, esa misma música que nos ayudará a combatir la necedad, el miedo, el odio, las estúpidas generalizaciones y otros enemigos que habitualmente nos rodean.

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