EL MIRTO Y EL ARRAYÁN

 

Una vez más, nuestro compañero Jesús Carmelo Palomo, Jefe de Negociado de Programas del Servicio de Prevención y Apoyo a la Familia en Jaén, nos acompaña a un rincón bellísimo de nuestra Tierra y nos guía con su delicada pluma.

Esta vez, nada menos que a la Alhambra… 

Hasta para ser una calle hay que tener suerte. Las hay sinuosas, perdidas en la medina antigua, entoldadas y recorriendo la vieja alcaicería, llenas de olores a especias y del nauseabundo olor de las tenerías de variados colores. Las hay que tienen la funesta fortuna de ser de las menos transitadas, oscuras y callejón. Olvidadas de los demás, sin que ningún buen fiel se atreva a penetrar en su umbría por miedo a perder faltriquera, o algo peor, a manos de un parroquiano de algún fumadero de opio cercano. Pero las hay amplias, frecuentadas por soldados; recorridas por esclavas vestidas en seda y perfumadas de almizcle; holladas por las odaliscas del cercano palacio con sus pies finamente embutidos en babuchas de piel, con sus risas y alborotos, veladas y coquetas, siempre mirando con sus zainos ojos de atropina. Después de atravesar el cercano hamman y el comienzo del souk más concurrido, terminan en las puertas amuralladas que tienen la suerte de conducir a los cerrados jardines de la fortaleza roja. Huertos y parterres llenos de arrayanes y su mágico olor, fresco, aromático y sensual. El arrayán cubre los jardines que los granados sombrean. Su aroma se extiende a fuerza del rubor de tus mejillas, del latido acelerado de tu corazón, del evocador y triste recuerdo de tu propio pasado.  

Un día de entre los días, Zorahaida, la más pequeña de las princesas trillizas, hijas del rey nazarí Mohahmad, llamado en todo el reino, desde la cora de Jahén hasta la de Almería, Al-Hayzari, el Zurdo, seguía encerrada en la torre en la que su padre la recluyó. Cuando la fiel ama, un par de días a la semana, la acompañaba fuera de los muros de su cárcel dorada de preciosos mocárabes y las vistas más bellas del mundo, a un blanco Albayzin cercano en el horizonte, lejano en el alma, siempre gustaba de llevarla hasta las estancias cerca del Patio de los Leones, rodeadas de frescos jardines y cristalinos estanques llenos de carpines anaranjados. Un poco por dejarla solazarse a su aire, le permitía deambular por ellas, quedándose a la distancia de una mirada. Zorahaida apuraba esos momentos como bocanadas de aire de un náufrago. Luego, de la Sala de Dos Hermanas, donde el ama la observaba apoyada en el mirador de Daraxa, iba a esconderse bajo ella, en la Sala de los Secretos, a la que le gustaba entrar por el frescor de sus muros y su olor a días húmedos de lluvia sobre los partales. 

Allí recordaba cuando de niña jugaba con sus hermanas y reconocían el porqué del nombre de aquella sala de bóveda elíptica. Dos de ellas, en un extremo, se hablaban en voz baja y eran escuchadas perfectamente por la tercera, al otro ángulo, sin que nadie en el resto de la sala pudiera oírlas. Un misterio de explicación matemática que tanto gustaba a los sabios de la corte: “La elipse es una curva cerrada en la que la suma de las distancias a dos puntos fijos llamados focos es una constante positiva e igual a la distancia entre los vértices. Se da la casualidad de que las ondas sonoras que, partiendo de uno de los focos, son totalmente perceptibles en el otro foco…”

Pues bien, un día entre los días ya pasados, Zorahaida paseaba sola en aquella sala. Echaba de menos a sus hermanas, Zaida y Zoraida, con las que ya no podía hablar. Aún así, casi gritó de un rincón al otro de la sala, incluso yendo corriendo de un lado a otro con el vano propósito de escucharse a sí misma, rebotado el sonido como antaño lo hacía con sus hermanas. De repente, se quedó petrificada al escuchar otra voz, no la suya, ni la de sus hermanas, ni siquiera en su lengua, sino en una en la que hacía mucho tiempo no había oído hablar. Era la lengua que hablaban los tres cristianos prisioneros de los que se habían enamorado sus hermanas y ella misma, cuando trabajaban bajo la torre que hoy le servía de prisión, y antes, de lujosos aposentos principescos de las tres bellas princesas. Esos prisioneros que día tras día permanecían bajo aquella torre, enamoraron a Zaida, Zoraida y Zorahaida, unos queriendo huir, y otras queriendo escapar. Una noche, todos se fugaron con ayuda de la nodriza que cuidaba a las jóvenes, apiadada de ellas, poniendo sus vidas en peligro, salvo Zorahaida que en un último momento no quiso abandonar a su padre, el rey. La condena, su prisión; su falta, el amor, su porqué, la fidelidad. 

A la voz le contestó, y ésta a ella, porque conocía el idioma, tan bien como de despierta siempre había sido. En el tiempo que tuvo su amor cristiano, logró aprenderlo como mejor se aprende, de los labios de la persona querida. Aún así, a esta voz poco la entendía, por acento y lengua, pero logró algo comprender. Era voz de hombre, que en un principio creyó de su amado, por obra de un milagro del Profeta que a ella le concediera. Pero no respondió a su nombre, ni a su recuerdo. Pronto supo que era otra persona, asombrada como ella de poder oírla y hablarle. 

Esa misma noche poco concilió el sueño, extrañada y a la vez asustada por tan enigmático suceso. Al amanecer, pensó que había sido soñado por su mente confinada. Quiso volver al día siguiente pero no le dejaron salir de su bella prisión. Engañó al tiempo como tanto le gustaba a su madre, cantando poemas que ella misma componía. Así la recordaban en palacio, cristiana cautiva que el sultán había unido a su harén y que jamás llegó a conocer a sus tres hijas, pues había muerto en el parto.

Soy corona en la frente de mi puerta:
envidia al Occidente en mí el Oriente.
Al-Gani billah mándame que aprisa
paso dé a la victoria apenas llame.
Siempre estoy esperando ver el rostro
del rey, alba que muestra el horizonte.
¡A sus obras Dios haga tan hermosas
como son su temple y su figura!

A los dos días lo consiguió. Presurosa casi corrió por el Salón de los Abencerrajes, pero cuando llegó a la Sala de los Secretos, la decepción fue grande. Mil veces llamó, mil veces habló, casi mil chilló, pero nadie respondió a sus quejas. Fue un sueño, aseveró. De ahora en adelante evitó el paseo por aquellas salas que ahora le daban cierto miedo. Pero la atracción era grande. De nuevo, sus pasos la llevaban una y otra vez cerca del mirador de Daraxa. Volvió a entrar en la Sala de los Secretos. Allí medio en broma, Zorahaida llamó con voz queda. Su sorpresa fue grande cuando la voz de hombre le respondió. Esta vez, se convenció de que no era sueño sino real, y sin miedo le habló, porque protegida era de todo mal, porque los muros de la Alhambra llenos están de la frase de Ben Zirí, el primer nazarí: “sólo Dios es vencedor”.  

Con rapidez, por miedo a que su vigilante guardiana la descubriera loca, como pudo se hizo entender a pesar de la extraña lengua, parecida pero no igual a la que aprendió, hacía ya tantos años. De esa voz supo que vivía, como ella, en la Alhambra, pero ¿dónde? ¿Y cómo podía hablarle a distancia? Zorahaida le pidió ayuda porque prisionera era de su padre en aquella torre de marfil. El caballero le prometió hacer lo que pudiera por ayudarla, pero quería saber quién era. Zorahaida le contó de su cautiverio, con palabras sencillas que le hicieran entenderse. Él le prometió buscarla en la torre donde penaba su presidio.

Pero las noches pasaron y nadie llegó. Ni a rescatarla, ni a socorrerla. Y nadie le abrió la puerta de su prisión. Desesperada, volvió, una y otra vez a la Sala de los Secretos. Cada vez había una promesa: el caballero la liberaría, pero nunca sucedía… 

Esa noche volví a mis aposentos con el corazón encogido. Por más que escuchara a aquella voz misteriosa que parecía hablarme en secreto, oculta tras la pared de aquella sala húmeda, no lograba encontrar a la dueña que la emitía. Me creía objeto de una broma de alguien, deseoso de ridiculizar a un extranjero como yo. No me acostumbraba aún al frío granadino que me atrapó desde la primera vez que ocupé mis aposentos en La Alhambra. A pesar de ser casi junio, mandé encender la bonita chimenea que se construyera cuando la renovación, en tiempos del emperador Carlos, para la reina Isabel de Farnesio de aquellas estancias del que llamaban palacio de Boabdil, un personaje por el que siento una especial fascinación. Ocupé las que llaman Salas de las Frutas, por las pinturas que decoraban sus paredes, que dicen de discípulos del gran Rafael. Allí había encontrado la tranquilidad que me faltaba en la primera estancia que me proporcionaron al llegar a Granada. Encontrándome de viaje por tierras de Andalucía trabé una fructífera amistad con el príncipe Dolgorouki, interesado como yo por la historia de su pasado moro. Fascinado por la ciudad de Granada decidimos alojarnos una temporada en ella. El gobernador militar de la fortaleza nazarí, Francisco de la Serna, nos ofreció alojarnos en sus apartamentos en el palacio de Carlos V. Al poco de permanecer allí, tras deambular por las distintas estancias, encontré unos aposentos cerrados que destilaban un misterioso pasado, de los que apenas puede abrir, con cierto esfuerzo, sus puertas, tal era su abandono. Fascinado por su entorno, cercano a los jardines del Partal, encontré un lugar perfecto para escribir, asomado a los jardines de donde penetraba el aroma del mirto, que tanto despertaba mi imaginación, y sombreaban los cipreses, acacias y bojes. Jamás he gozado de una residencia más deliciosa. Estaba tan enamorado de mi apartamento que me costaba trabajo salir de él para dar mis paseos solitarios y melancólicos que tanto bien me reportaban, ya que hay personas que encontramos en la melancolía una extraña felicidad. Estar en el corazón de ese gran palacio te da una grata sensación de tranquilidad y sosiego difícil de describir. Aún así, pasaba el tiempo disfrutando de mis almuerzos y desayunos al estilo de los reyes nazaríes en el Patio de los Leones o el Salón de los Embajadores, de mis paseos por el Generalife y de mis subidas a la torre de Comares, atalaya privilegiada para observar la ciudad con mis anteojos Doland. 

En una ocasión, mientras paseaba al atardecer cerca de mis aposentos, por los jardines de la Lindaraja, que rodean a una magnífica fuente central en mármol de decorado borde con una sensacional poesía, descubrí en los sótanos de la sala que llaman de Dos Hermanas (que era la antigua Mexuar del sultán, cuyo trono se orientaba al mirador de Daraxa), una sala especial, casi escondida y de la que nada había oído hablar en el tiempo que llevaba viviendo allí. Me pareció interesante con su bóveda baída y elíptica a pesar de su aspecto humilde. Más me lo pareció, cuando escuché una voz femenina que me hablaba. A mi alrededor no había nadie. Me percaté de que sólo lograba oírla si me colocaba en uno de los extremos de la sala y que si daba un paso en cualquier dirección, desaparecía. Allí, le contesté intrigado. A pesar de mis conocimientos cada vez más vastos del castellano, no lograba entenderla por entero. ¿Me estaría hablando desde la sala superior por un agujero del techo? Subí hasta ella para no encontrar a nadie. Volví a bajar a su sótano y de nuevo la oí. Me respondía, sin duda. Le pregunté su nombre. Tora o zor o aida, quise entender. Esa noche, extrañado por el artificio que yo creía ardid, no le dí más importancia y dormí a pierna suelta. Al día siguiente pregunté y me dijeron que aquella sala le decían por su especial acústica, de los Secretos, donde antaño se reunía el consejo de visires. Algo de lógica empezó a tener, quise creer. Lo peor vino a los pocos días, cuando decidí salir de mi estancia en la que me tenía retenida la escritura y lectura, para dar con mis pasos diletantes hasta la sala de las voces

De nuevo escuché la voz de mujer que me preguntaba. A pesar de nuestros acentos extraños, logré entenderla. Así descubrí que se encontraba prisionera de su padre en esta misma ciudadela que ambos compartíamos. No lo pude creer y me presté a ayudarla. Por llevar ya un tiempo en España, no descarté comportamiento tan salvaje en una sociedad que estaba conociendo atrasada y supersticiosa. Le prometí ayuda caballeresca, pero necesitaba saber donde habitaba y como es que podía hablar a distancia conmigo. No lo sabía, pero me dijo que en una torre estaba. No dudé en recorrer todas las torres del recinto, por lo menos las que los franceses dejaron intactas tras su retirada, decidido a entablar batalla, si fuera preciso, contra las bárbaras costumbres, pero descubrí que nadie conocía a ninguna mujer prisionera. 

Volví decepcionado una tarde tras otra sin encontrarla. Me sentía con el corazón encogido. Y  sin que nadie me pudiera dar noticias. Esa noche sí que no pude dormir. 

Cuando al día siguiente pregunté y volví a preguntar por una cautiva, por fin me llevaron hasta una anciana que vivía cerca de la Puerta de las Armas o Bab al-Silah. “Señor Irving”, me decían, “hable usted con Carmen que conoce muchas historias pasadas de estos palacios”. Encorvada, buscando ya la tierra para su descanso eterno, me recibió una anciana cercana al centenario, calculé, pero de una extraordinaria memoria y locuacidad. Al preguntarle sobre una mujer que puede estar retenida por su padre, sonrió y me contó: “En la Torre de las Infantas todas las noches se escucha el llanto de una mujer…” Esas fueron las primeras palabras que me descubrieron un mundo maravilloso, la vida de otros ya vivida en aquellos palacios, en aquella fortaleza mora y aquel lugar tan extraordinario. Así, supe de una historia en la que hubo amor, hubo fidelidad, hubo valentía y cobardía, hubo vida y melancolía, hubo tristeza y castigo, hubo mal y bien. Salí de allí totalmente sobrecogido. Una voz muerta me hablaba desde el fondo del pasado de este palacio moro. Corrí hasta las sala de los secretos para hablar con la princesa prisionera, pero no pude volver a escucharla. Tres meses pasé en la Alhambra y todos los días volví a aquella sala que quedó muda. Decidí escribir todo aquello y otras historias que me fueron contando. Los creí cuentos y aquel pasaje, un sueño de mi romántica cabeza. Empecé por Zorahaida y su padre: 

Rey Mohahmad, sultán cruel, que de una cristiana te prendaste haciéndola tu esposa. De ella tres hijas te nacieron con la sombra de las estrellas: Las hijas, ¡oh rey!, fueron siempre propiedad poco segura; pero estas necesitarán mucho más de tu vigilancia cuando estén en edad de casarse. Al llegar ese tiempo, recógelas bajo tus alas y no las confíes a persona alguna”, te advirtió el astrólogo al que creíste en la adversidad, porque tus hijas huyeron enamoradas de tres prisioneros cristianos, menos tu hija más pequeña, Zorahaida, la fiel, la que más te quería y en pago la encerraste en la bella celda de sus aposentos, para no salir de ella nunca más. Allí lamentó el resto de su vida ser tan cobarde y abandonar a quienes más quería, sus hermanas. Pero por ti, rey cruel, permaneció a tu lado y quizá por no perder en sus ojos la mayor belleza que en el mundo existía, un atardecer desde los patios de la Alhambra, que llenos están del llanto de una bella princesa. El llanto se convirtió en voz, una voz que me habló, y la voz se transformó en letras que llenaron páginas y páginas que yo redacté. Esos fueron los Cuentos de Washington Irving, que todo el mundo conoce, que me enamoraron en Granada y alguno empieza así: “Hace mucho tiempo, cuando los musulmanes aún dominaban Al-Ándalus, vivía en la Alhambra un rey de nombre Mohammed, al que sus súbditos conocían como Al-Hayzari, es decir, “el Zurdo”…

… La voz como llegó había desaparecido. Nadie vino a rescatarla de su torre. Ningún otro caballero cristiano la liberó. Y  Zorahaida no paró de llorar. Llanto negro de desamor de un padre y rey. Llanto blanco del amor perdido de un joven amado. El llanto mojó yeserías y estucado. Mojó mocárabes y albanegas. Mojó ventanas geminadas y rezumó por los alicatados hasta los cimientos, cayendo por paredes decoradas con las palabras del Profeta, derramándose por muros de ladrillos rojos abiertos por arcos con tacas en las jambas. Llanto que murió, como ella misma, en la fuente de las Lágrimas al pie de su torre. Allí, antes de morir, ya se dio cuenta de que hasta para ser una princesa hay que tener suerte.

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