Los Problemas de un Fantasma Sevillano

Jesús Carmelo Palomo, Jefe de Negociado de Programas del Servicio de Prevención y Apoyo a la Familia en Jaén, de nuevo nos envuelve en la magia de las historias de nuestra tierra, en esta ocasión en el entorno de la ciudad de Sevilla. 

Un pequeño resplandor hizo que se asomara de nuevo a la nave del templo una vez que ya se marchaba. El padre Ángel, como era su costumbre desde que ingresó en la Orden del Carmelo, acudía a la iglesia poco antes de irse a dormir, para, como él decía, “no olvidar sus preces por si la noche era complicada…” A sus 73 años, no era descartable ni una cosa, ni la otra. La costumbre había derivado en ley en cualquier convento que hubiera estado, y no iba a ser  menos en su Sevilla natal, a la que recientemente había vuelto después de toda una vida misionera por España y más allá. Para él, era un merecido descanso recalar en el Convento del Santo Ángel de padres Carmelitas Descalzos, con el cargo de dar a conocer la espléndida Biblioteca y Museo Mariano, que desde 2016, “es sin duda una de las joyas ocultas de la ciudad de Sevilla”, como la había definido el Prior de la Orden en la inauguración, a la que él no pudo asistir por encontrarse ese año en Bolivia, y por precisar el dato, totalmente superfluo en este relato, en la Parroquia San Antonio de Padua, en Cochabamba.

Todo esto queda dicho para ejemplarizar que, nuestro padre Ángel, no era muy dado a la fantasía, ni a las extrañas visiones, pues se trataba de un hombre de ciencia bibliotecaria, muy viajado, enfrentado a la superstición popular de diverso espectro y distribución geográfica, de lecturas amplias y de indulgencias varias a este mundo actual, sin duda necesitado de libros, como él también decía. Se movía con la misma comodidad entre un volumen del siglo XVI y la más alta tecnología informática que le permitiera el desarrollo de su oficio bibliotecario, al cual llevaba toda la vida dedicado por todas las dependencias libreras de la orden. No era por eso, a pesar de su deslumbrada vida actual, entre más de 8000 volúmenes de esta biblioteca que van desde el siglo XVI hasta nuestros días, que el padre Ángel no supiera lo que vio y oyó. Fue en esa noche, en la Iglesia del Santo Ángel que era la del desaparecido convento del Santo Ángel de la Guarda, como todo sevillano sabe, original del siglo XVI, tiempos de su fundador San Juan de la Cruz, y a las dos semanas de haber ocupado su nuevo cargo, cuando el padre Ángel, con todo su bagaje viajero y libresco, vio un resplandor en la iglesia. Pero un resplandor claramente visible, a pesar del desgaste ocular de sus 73 años entre legajos, papeles, incunables y libros de imprenta. Un resplandor claramente de figura transparente, a pesar de la distancia entre la puerta de la sacristía, donde se encontraba nuestro observador, y la nave central de la iglesia, más o menos a la altura del crucero, bajo la gran bóveda semiesférica, cuyo centro se decora con un gran florón, elemento del gusto de su autor Alonso de Vandelvira, por precisar otro detalle más que superfluo, pero interesante. Un resplandor claramente audible, ya que era netamente perceptible una bonita voz grave, interpretando una obra sacra, en latín, (lengua perfectamente reconocible por nuestro padre Ángel), y cuyo volumen era el suficiente para poder ser percibido por algún paseante nocturno tras el portón a la calle Rioja, o al menos por el Ángel de la Guarda en piedra de esta puerta principal, entretenido los más de los días leyendo de memoria la cartela bajo sus pies: “Angelis suis Deus mandavit te ut custodiant in omnibus viis tuis” 

En definitiva, un resplandor que emitía una figura transparente, un hombre vestido de traje negro y corbata a juego, pelo negro muy corto, cejas pobladas, nariz corta, de cara atildada y un fino bigotillo sobre su labio superior, a la vez que abría la boca para emitir una bella composición lírica, que interpretaba con soltura y talento. Todo aparentemente perfecto sino fuera, a saber: por la hora que era, más de media noche, la penumbra de la iglesia totalmente vacía, lo transparente y refulgente de su cuerpo y que se encontraba levitando a más de dos metros y medio del suelo…

Todos esos detalles fueron los que precipitaron la carrera de nuestro padre Ángel, a pesar de sus 73 años, rodillas flojas, oído débil y visión ralentizada (o rodillas ralentizadas, oído flojo y visión débil), que fueron suficientes para desplazarse con inusitada velocidad, casi dando gritos a esa hora cercana a las 12 y media de la noche, y despertar al padre Anselmo, antiguo bibliotecario de la orden, ya apartado de sueño y de sus obligaciones por su edad, que al rumor salió de su habitación, o celda, algo asustado. “¿Qué ocurre, padre Ángel?”, le preguntó cuando lo vio llegar con la cara descompuesta. “Padre Anselmo”, logró jadear. “…en la iglesia…”, pudo articular. El padre Anselmo solo tuvo que entornar los ojos y sonreír. “Veo que ya conoces al cantor”… 

Adela, la pitonisa, médium y cartomántica, había logrado que una televisión local, tras el discreto éxito de su consulta sita en un callejón en pleno barrio antiguo, se interesara por su videncia y le pusiera un programa a eso de las doce de la noche. No era precisamente Cuarto Milenio, pero algún espectador llamaba de vez en cuando y le dio la oportunidad de salir de las páginas de anuncios cortos del periódico provincial como único medio de propaganda. Allí trataba toda clase de asuntos relacionados con los misterios del más allá: echaba cartas, atendía peticiones de buenaventura y actuaba como médium para sus telespectadores. Todo lo que hacía en su propia casa pero ante las cámaras. Al programa dedicaba horas de preparación y de ensayo melodramático. Se le hacía las dos de la mañana casi todos los días. A esas horas ya todo le parecía digno de un Pulitzer. Especialmente le encantaba la frase con la que terminaba la transmisión todos las noches en antena: “Cuando uno se muere puede recurrir a Adela para hablar con su familia entera”. Muy cabal. Aunque hay que precisar que en 25 años de profesión ni una sola vez había visto un fantasma. Cuanto menos, hablado con él. Ese es el porqué, cuando una madrugada, tras levantarse somnolienta para ir al baño a eso de las tres de la mañana, Adela se desmayó redonda al suelo de tarima flotante con sus 104 kilos de pura vidente, al comprobar que había un fantasma sentado en su salón. Supo que se llamaba Bernabé, y era lo que se puede decir el fantasma de su hogar. Antiguamente todas las casa tenían el suyo. Almas errantes que habitaban su propia residencia después de morir. Bernabé le pidió por los fantasmas. Necesitaban que se volviera a hablar de ellos, cada vez más a punto de desaparecer en el olvido de un mundo cada vez más tecnológico. 

Es por todo eso que Adela, la pitonisa, médium y cartomántica, se despertó con sed en un céntrico hotel de Sevilla, donde había acudido a la convención internacional de mediums, llamada por la fama que había acumulado en los últimos tiempos, y en donde se dio cuenta de que era la única persona de la sala que había de verdad hablado con un aparecido. Lo demás era postureo y negocio. Un algo desencantada y un mucho orgullosa del secreto a voces de su relación fantasmal, tras la cena, (unas cuantas tapas aliñadas con cervecita en una tranquila terraza de la calle San Jacinto), le había dado la tranquilidad y somnolencia suficiente para irse al hotel antes que sus colegas internacionales. Lo que no pudo imaginar es que al levantarse con sed, a los pies de su cama se encontró con un perfecto aparecido. Aquello le sorprendió en parte, acostumbrada como estaba a Bernabé, pero salir de su ciudad para encontrarse algún otro fantasma, le aseguró, por un lado una confirmación a su don y por otro, su multilocalidad. Ambas cosas le produjeron una oleada de orgullo. Jamás miedo. En Sevilla también tuvo su fantasma. 

“Adela, necesito tu ayuda”, le habló el aparecido, como si la conociera de toda la vida. Éste era enjuto, de cara larga y cuello delgado, ojos chicos y penetrantes y barba y bigote poblado. Portaba levita gris y un evidente porte decimonónico. “Te escucho”, le dijo Adela, incorporada ya de la cama y sentada en una de esas incómodas butaquitas de hotel, ideal para dejar la ropa y algún que otro neceser, pero inviable como asiento. “Mi historia está ligada a otro fantasma perdido que necesita reencontrarse, a mí y a sí mismo”. 

Adela escuchó una de las historias más fascinante que jamás había escuchado en este mundo fantasmal, aderezada en el marco de la historia y ciudad de la gran Sevilla. Así supo, que aquel espectro era el de un gran músico, atormentado por una pérdida. El relato de lo que le contó el aparecido fue más o menos así:

“Yo perdí a un amigo. Era muy joven, al igual que yo. Nos conocíamos desde niños porque en la Sevilla de nuestra juventud, la de finales del XIX de poco más de 140.000 habitantes, nos conocíamos casi todos, sobretodo si pertenecías a la misma hermandad. Yo nací músico, como le gustaba a mi padre decir. De él heredé mi cara y voz, como le gustaba decir a mi madre, y un negocio al que me dediqué desde los 18 años, momento en el que mi padre tuvo la mala costumbre de morirse. Fui editor y propietario de la Guía Oficial de Sevilla y su Provincia, publicación importantísima en su época, que la gente conocía como “Guía Zarzuela”, por nuestro apellido, Gómez-Zarzuela. Lo de la música fue una pasión y una vida, pero no una profesión y muerte por inanición, porque ya se sabe que primo mangiare, dopo filosofare, como dicen los italianos. Aún así tuve gran relevancia musical en mi ciudad y allende, no en vano recibí clases de maestros como Antonio Palatín, gran violinista, y Manuel Font Fernández, padre y  abuelo de la famosa saga de músicos. Y de verdad, no me fue mal. Pertenecí al Ateneo de Sevilla del que llegué a ser presidente de la Sección de Música. También tuve papel en la Sociedad Sevillana de Conciertos e impartí asignaturas en la Academia de Música de la Sociedad Económica. Pero donde me explayé, por ser de mi gusto, fue en la composición. Compuse poco profano pero mucho religioso y sobretodo para cultos. En mi Hermandad del Valle, donde fui hermano durante 68 años, hice de todo, desde cargos en Juntas de Gobierno hasta Director de música. Me llamaban “el marchitas”, por aquellas coplas de los Quintero, amigos míos, a los que puse música en “Oración”, para la Virgen del Valle, un solo para barítono que decía: Marchitas caigan las flores/ Y apague su luz el día, /Que está llorando María/ El dolor de los dolores. 

Allí conocí a Alberto. Mi gran amigo. Era hijo del director de la Compañía de Ferrocarril Sevilla Carmona. Pero sus padres eran también dueños de dos teatros, el Cervantes y el San Fernando. Ese contacto con la farándula y las tablas hizo que, aparte de ser doctor en derecho y redactor de periódico, cultivara una enorme pasión por la interpretación y el canto. Voz prodigiosa de barítono, que rápidamente hizo que nos uniéramos en la música en nuestra querida Archicofradía de la Coronación de Espinas y de Nuestra Señora del Valle, en la que era Fiscal, y yo dirigía cultos y conciertos. Alberto ponía voz en todos los actos que la hermandad precisara. Pronto fuimos Vicente Gómez-Zarzuela y Alberto Barrau, los inseparables. Compartimos amistad estrecha y devoción a la Virgen del Valle, con una fraternidad propia de nuestra juventud. Pero a sus 22 años el destino estaba escrito en el agua. Una fría noche de noviembre, varios aficionados a la caza flotaron un barco, el vapor “Aznalfarache“, con objeto de que les condujera al coto Doñana, donde pensaban pasar el día. A las doce de la noche zarparon del muelle del “Barranco” y se alejaron, oyendo los que en el muelle estaban como los del vapor cantaban llenos de alegría acompañándose de un acordeón. No faltó la voz de Alberto que amenizó el viaje con alguna copla. Pero a las cinco y nueve minutos de la madrugada, el pequeño vapor colisionó en el río Guadalquivir, en el lugar Caño de la Mata con el Torre del Oro, un buque de gran porte que hacía la carrera Sevilla-Marsella. No se sabe si fue la niebla o la falta de sueño del capitán, el caso es que de resultas del choque, el pequeño vapor se hundió y con él murieron ahogados veinte hombres entre pasajeros y tripulantes, todos del Aznalfarache, pues el Torre del Oro no sufrió desperfecto alguno. Alberto desapareció en las oscuras y frías aguas de noviembre, a buen seguro en un perfecto llanto lírico de toda la marisma. Varios días duró la búsqueda de su cuerpo, empeñado el río en acogerlo en su seno, a buen seguro adormecido por su grave timbre de barítono. Aunque siempre he pensado que aún no se sabe quién adormeció a quién con el arrullo de una nana, si la cantada o la murmurada por la corriente de espuma y escamas de pez. Mi congoja cuando apareció su cuerpo fue enorme y la pérdida de toda Sevilla, irreparable. Mi desesperación y tristeza la volqué en donde mejor sabía, en notas de música. La Marcha Fúnebre que me dio fama y parangón, se estrenó en 1898, un 7 de abril, Jueves Santo, tras el palio inmortal de la montañesina Virgen del Valle, casi dos años después de aquella maldita noche y 308 años después de que la Virgen recibiera la advocación del Valle. Un momento idóneo. A la memoria de Alberto la escribí, en principio para piano y canto. Luego me la vistieron de largo, para banda, y recientemente, de etiqueta, para orquesta. No importa, sigue siendo mi corazón. Pocos conocen su porqué y su paraqué. Pero es sin duda, desde entonces una de las músicas más queridas de toda la Semana Santa de Sevilla y más allá, porque tuve la musa de la inspiración desesperada y triste soplándome en mi oído. Se la dediqué a Alberto, pero fue para la Virgen de nuestra querida hermandad, la del Valle. Es una pieza llena de porqués. La música comienza con la frase  “Pro peccati” del Stabat Mater de Rossini, un solo para bajo que tanto gustaba de interpretar Alberto y de dirigir yo, en cualquier ocasión para los actos de culto, una introducción construida como un diálogo entre metales graves. Después de un sencillo desarrollo melódico, el primer tema fluye con una dulzura exquisita caracterizado por un suave cromatismo y el rítmico acompañamiento, a pesar de su carácter doloroso y fúnebre, aporta un gran dinamismo. Tras un crescendo intensísimo conduce a la reposición del primer tema y concluye con un acorde seco similar a los de la introducción. El segundo tema refleja una atmósfera más sosegada, casi optimista, esperanzadora. Así se alterna una melodía triste, luctuosa e inquietante, aliviada por otra melodía, evocadora de nuestra infancia, nuestros juegos de chiquillos, quizá bañándonos sin miedo, aún, en la orilla del Guadalquivir, pero tras un nuevo crescendo se da paso a un tercer tema de un extraordinario dramatismo, especialmente hacia el final. Volver de nuevo a la triste melodía que presagia las negras aguas de un destino injusto. Bruscamente, esta hermosa melodía la corta una fuerte cadencia interrumpida, sin duda, el golpe mortal de dos navíos en la oscuridad, al que le acompaña el remedo del ruido de motor del vapor antes de naufragar y de una bocina de barco, interpretada por el viento metal. Termina la composición, iniciando la frase de las coplas, “muerte busca (Jesús) entre penas y horrores“, que Alberto tanto cantó, en una secuencia melódica descendente. La marcha se extingue con la simulación de un corazón que poco a poco va dejando de latir, como en un susurro, casi en sensación de espiral, como los restos de un naufragio hundiéndose en el cieno y el agua. Esta última frase siempre recordará al inolvidable Hermano de la Virgen del Valle, Alberto Barrau Grande…”

Adela asistió extasiada a estas emocionadas palabras, limpiándose con pañuelos de papel las lágrimas que había derramado al escuchar el relato de aquél sensible fantasma músico, que no sólo sabía transmitir con música, sino con la palabra exacta. Supo por don Vicente, que los fantasmas de ahogados quedan hundidos en la maraña de recuerdos, sin poder salir de su tumba de agua. Es por eso que noche tras noche acudía a la Iglesia del Santo Ángel de Sevilla en busca de un último canto a la Virgen del Valle, dirigido por su gran amigo, canto que quedó en su garganta aprisionada por la frías aguas del río. Pero María ya no estaba allí, hacía años que la Hermandad se trasladó a la Iglesia de la Anunciación. “Adela, necesito tu ayuda para devolver a Alberto a la superficie de los recuerdos”, dicho tal desapareció. Entre palabra y palabra, notas de música y música, había amanecido. Adela estaba dispuesta a cumplir su fantasmal misión. Lo primero que hizo fue buscar en su móvil la marcha musical que escuchó con toda emoción. Ahora conocía sus porqués y la aprovechó como nadie. Pagó una noche más en el hotel y se fue sin dilación, tras preguntar en recepción la dirección de la Iglesia del Santo Ángel. Allí no le fue difícil hablar con el padre Ángel, tras visitar la biblioteca y museo. No esperaba ni sabía cómo lo iba a plantear, pero fue abrir la boca, como en una confesión, y el padre Ángel, no le defraudó. Nunca había creído, pero sus ojos y oídos sí. Ella le contó. Antes de una hora ya tenían un plan. Ya en la noche profunda, ambos esperaban en la penumbra de la iglesia al cantor, medio escondidos a los pies del Cristo de Montañés, el de Los Desamparados, advocación muy apropiada en esa eterna ocasión, cuando Alberto comenzó a cantar. Sólo tuvieron que reproducir en el móvil la sublime música de don Vicente y esperar. Como ellos suponían el aparecido calló y pareció prestar oído a esa música. Sin duda la reconoció en el fondo de su alma, pues desapareció para no volver más a esa iglesia. A buen seguro, descansó en paz…

Adela aparece celosa guardiana de antiguas historias de fantasmas que, por lo visto, al paso de los años y siglos no han podido ser ajenos al avance de los tiempos y son poseedores de sus propios problemas: los problemas de los fantasmas de hoy en día. 

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