LA PALETA ROTA

Por Jesús Carmelo Palomo. 

Jefe de Negociado de Programas del Servicio de Prevención y Apoyo a la Familia de la Delegación  Territorial de Salud y Familias en Jaén. 

Anoche volví a soñar con los ángeles de Murillo. 

Anoche volví a soñar con los ángeles de Murillo. Mi madre acostumbraba, cuando yo era niña, a llevarme un par de veces al año o incluso más, al Museo de Bellas Artes de Cádiz, en la Plaza de Mina, con el objetivo central de contemplar los cuadros que atesora de Murillo. Así, siempre que podía y encontraba unos días libres, nos íbamos al sur. Pasado el tiempo, terminó viviendo sus últimos años cerca de esa plaza. Siempre me decía que acabó gaditana de adopción por las palabras de su padre, mi abuelo, para quién Cádiz era la Luz. Bien lo sabía porque fue un gran pintor. Allí, en la sala muriliana del museo, mi madre me confesaba escenas idénticas con un coprotagonista distinto, pues era su padre, mi abuelo Alejandro y ella misma los que contemplaban aquellos magníficos lienzos. Se podría decir que era la ligazón pictórica familiar o una buena costumbre. Creo que jamás he tenido mayores momentos de conexión materna que aquellos de confesiones a voz queda en aquella sala del museo, en la que ella hablaba más de lo habitual con su hija a la que trataba como adulta a pesar de mi edad. Estoy ahora segura que remedaba aquellos otros momentos con su padre, que le abría su corazón y le hablaba de pintura y cuadros con cierta jovialidad, a pesar de su conocida y proverbial seriedad y taciturnidad. Todo esto tuvo que ser a una temprana edad de mi madre, ya que con 15 años lo perdió en el lienzo negro de la muerte.  

En definitiva, hacía tiempo que no soñaba con ella y ellos, mi madre y esos angelitos, impresionantes en la mente infantil de una niña de 10 años, los ángeles del cuadro gigantesco de Los Desposorios de Santa Catalina. A pesar de ser nieta de un gran y afamado pintor, habituada a ver lienzos familiares en casa, y por todos lados, recuerdos de mis abuelos, ya fallecidos antes de nacer yo, aquel cuadro enorme me sobrecogía. Luego supe que estaba colocado en el centro del altar de la iglesia del desaparecido convento gaditano de Capuchinos. Mostraba a la santa arrodillada frente a la virgen sedente con el niño en sus rodillas, que jugueteaba con las manos de Catalina, rodeados de grupos de ambiguos ángeles, como mandan los cánones, de pie, volando, y en el cielo, amorcillos de ensortijados cabellos, algunos trayendo regalos de bodas a Catalina: una corona de flores y la palma inevitable para la mártir. Lo sé bien por observancia y por estudio. No en vano me dediqué durante 38 años a dar clases de Historia del Arte en distintas facultades de Bellas Artes, a dirigir tesis sobre pintura española y a publicar algún que otro libro sobre este y otros temas. Pintar lo que se dice pintar, pinté poco. Ni siquiera me defendía, como mi madre, que a pesar de ser una consumada violinista, de vez en cuando sufría arranques de pasión plástica, vía herencia paterna, y durante aquellos intervalos se dedicaba sin descanso a garabatear, lo que yo de muy niña definía como “rajear” (en mi mente infantil, una especie de pintarrajear pero de muy buena forma y estilo). Así, en esos periodos creativos, mi madre llenaba su estudio de música de carboncillos, plumillas y papel Guarro que por un momento desplazaban a atriles, pentagramas y partituras, para dedicarse con el esfuerzo de un demente a, como dicen los gaditanos, dibujar como una loca… Aun conservo en mi salón varios cuadros a plumilla suyos, meritorias copias de los dibujos de Andrew Fisher Bunner de Venecia, realizados en mitad del siglo XIX, cuando la Serenìsima aún era decadente de verdad, sin aparenteo turístico (otra vez me sale el gaditano).

Pero en puridad, las historias hay que contarlas con solvencia. Deformación profesional. Murillo llegó a Cádiz para pintar desde su taller sevillano, un septiembre de 1680. Tenía 62 años. Es bien conocido el proceso: al morir el rico comerciante genovés Juan Violatto, vecino que fue de Cádiz, dejó en su testamento una considerable fortuna, cuatrocientos mil ducados, para obras pías, mandando su reparto equitativo a todos los conventos y hospitales de la ciudad. Al de Capuchinos, le tocaron quinientos pesos y el pago de doce pinturas de Murillo, por ser el pintor estrella del momento, el más apreciado y demandado. Con ese respaldo, se desplazó el capuchino padre Valverde a Sevilla para contratar a Murillo. El contrato le obligaba su traslado a Cádiz con objeto de pintar un lienzo grande y varios más pequeños para el altar mayor de la iglesia de Santa Catalina, ofreciéndole hospedaje para sí y sus oficiales dentro del convento. Aceptó la propuesta Murillo, ya que con los Capuchinos siempre había tenido muy buena relación de mecenazgo. Llegado al convento, escogió para situar su taller el salón de la biblioteca, uno de los sitios más espaciosos y apartados, y allí pintó los cuadros para la iglesia. Al parecer, durante su estancia en Cádiz, el bueno de don Bartolomé aprovechó para aceptar encargos de particulares, sobre todo de bienhechores del convento y su orden. Hasta mediados del siglo XIX existieron en Cádiz diversas colecciones de pinturas en poder de antañonas familias gaditanas, en las cuales había lienzos de Murillo. Lamentablemente casi todos fueron vendidos fuera de Cádiz e incluso algunos de ellos al extranjero. Pero volviendo al encargo, aquí entramos en bifurcaciones de la historia. Un camino nos lleva a saber que cuando marchaba muy adelantado el cuadro de “Los Desposorios de Santa Catalina”, el central del altar mayor, como no puede ser de otra forma dedicado a la santa que advoca la iglesia del convento, y al objeto de que éste y los demás lienzos pudieran quedar bien colocados, se instaló un andamio delante de dicho altar. El propio pintor dirigió las obras de carpintería y albañilería. Otro camino nos dice que ya estaba el lienzo totalmente terminado y que para proceder a su colocación, se montó el susodicho andamio. Sea como fuere, al subir la escalera para alcanzar el andamio, o estando ya sobre él, Murillo tropezó, perdió pie y cayó al suelo. Las más recientes investigaciones aceptan el accidente de Murillo pero no la caída desde el andamio. Autores hay que deducen de forma detectivesca que de haberse producido, hubiese tenido un rápido desenlace fatal, pero se sabe perfectamente que Murillo volvió a Sevilla por su propio pie, o al menos portado en litera, ya que está constatado que otorgó testamento en su casa sevillana en la que murió al poco, el 3 de abril de 1682. Los mejores biógrafos del pintor no tienen dudas, la caída o accidente agravó la hernia que desde hacía tiempo padecía el maestro. Sin duda fue este el motivo de su muerte. No olvidemos que por entonces acababa de cumplir 64 primaveras. 

Pudo ser la última vez que Murillo viajara fuera de Sevilla, pero no fue la primera vez que pisaba Cádiz. Ya con la mocedad de los 20, decidió pasar un tiempo en Cádiz atraído por la ciudad cosmopolita, llena de comercio y comerciantes del Nuevo Mundo y del viejo, lugar en donde creía poder ganarse la vida con encargos pictóricos de la rica burguesía. Así fue durante 4 años. Luego la vida le llevó con las pinceladas a otra parte. Residió en Madrid y finalmente en Sevilla, su ciudad natal. Y de allí, décadas después fue contratado por su enorme fama y por aquello de cerrar un círculo o una curva lemniscata, infinita, que quiso el destino que sus últimas obras quedaran en la capital gaditana. Sobre esta casualidad hay división de opiniones locales. Hay quien lo considera para la ciudad una desgracia y hay quien lo considera un orgullo. Al parecer en 1862 se estaba más cerca de la última opción, porque la Real Academia de Bellas Artes gaditana decidió convocar un certamen de pintura con el tema de la caída del pintor. Y aquí entra en juego toda mi historia familiar, pues el primer premio correspondió a un jovencísimo Alejandro Ferrant y Fishermans, de poco más de dieciocho años, a la sazón, mi abuelo, por el que obtuvo diez mil reales de vellón. Su obra quedó en el Museo de Cádiz, donde se encuentra en la actualidad. El cariño de mi madre y el mío a aquella sala del maestro Murillo y a todo el edificio de la Plaza de Mina, estaba totalmente justificado. 

Los sueños a veces sirven para recordar. Vuelvo a rememorar las palabras de mi madre, no literales, porque los años nos hacen de verdaderos tamices para quedarnos con lo más breve, con el grano más grueso. Allí en la marmórea sala del museo, mi madre recordaba a su padre sentado frente al cuadro de Murillo en la iglesia de Santa Catalina, ese cuadro que le dio la suerte de comenzar a labrarse un nombre en el mundillo de los pinceles, que le ha llevado a colgar una obra en la sala 61 del Prado. Con nostalgia, le decía: “Blanca, hija mía, no lo vi, no lo vi… pero ahora ya sí que lo veo”. Y le contaba: “En aquellos días en los que vine a Cádiz para conocer la obra que el gran Murillo había creado y así tomar inspiración para el concurso y algún boceto, coincidí alguna vez aquí mismo, bajo los techos de esta iglesia, con otro pintor, el muy famoso Manuel Cabral Bejarano, hijo de pintor y discípulo de otro gran pintor, el padre del gran poeta Bécquer. Tenia 35 años y yo a penas 18. Los dos nos reconocimos del gremio y tomamos notas y bocetos de la obra del maestro Murillo, casi codo con codo. Bartolomé Esteban Murillo, el de las manos preciosistas. Jamás he visto un pintor que consiguiera plasmar tan perfectamente la belleza de las manos humanas en todos sus trabajos. Un verdadero genio, ¿Y qué me dices Blanca de esos ángeles? ¿Y su cuidado dibujo?…” Después proseguía su relato:

“Manuel y yo trabamos amistad. Nos hicimos amigos, en poco tiempo. Hablamos de pintura y pintores, de arte y de artistas, en definitiva de nuestras vidas y de la vida. En los pocos días de los que dispusimos para preparar nuestros trabajos, alguna vez me llevó por Cádiz. Sabes, era sevillano y con muy buen sentido del humor. Se reía hasta de su sombra. Cuando los gaditanos le decían que los de Cádiz tienen gracia y los sevillanos son graciosos, nunca reparaba en la mala baba del doble sentido, o no quería, pues se carcajeaba a gusto, sobre todo delante de un buen vino.

Cuando se hizo público el resultado del concurso, en el que quedé ganador y Manuel no obtuvo ninguna mención, me llevó del brazo a contemplar los dos cuadros ganadores, el mío y el segundo premio, de un pintor granadino, Marcelo Contreras, que con sendas escarapelas de colores en una esquina del marco que anunciaban la categoría del galardón, compartían protagonismo y espacio en la sala de exposición de todas las obras presentadas. La pintura de Manuel, casualmente la colocaron al otro lado de la mía. La verdad es que no fuimos muy originales ambos, ni todos los concurrentes. La temática estaba muy fijada. Mi obra presenta un gran andamiaje que crea un efecto de profundidad. En el centro se encuentra semiarrodillado Murillo, auxiliado por un grupo de monjes, un monaguillo, que porta una redoma y otros personajes que se han acercado al oír la caída. El pintor, en postura teatral, con una mano en el pecho y otra en la frente, está siendo atendido por un fraile que le ofrece una escudilla de agua y un joven a su lado que parece sostenerle, su discípulo. Manuel, utiliza la mismo composición, pero vemos al fondo ya colgado el lienzo de los Desposorios de Santa Catalina, en una magnífica copia. Murillo aparece recostado en el suelo con un ayudante que le traba por detrás, a su izquierda el joven aprendiz le sostiene la mano. A su alrededor diversos frailes ofreciendo agua, sorprendiéndose, mirando al lienzo con las manos en oración… Para ser ciertos, Manuel usa una composición menos compleja que enriquece con la copia del propio cuadro del maestro. La mía es más teatral, mas redonda y con una potente pincelada, detallista y detallosa. No me atreví a introducir el propio cuadro de Catalina, y quizá eso decantó mi elección, porque el protagonista era el mismo pintor. No lo sé y nunca lo sabré. Manuel, me felicitó con franqueza, pero me señaló ambos lienzos, y me retó…Has ganado Alejandro, pero lógicamente se te nota inmadurez, a ver si lo ves…

Años pasé repasando en mi cabeza las dos obras, para no acabar viendo. Hasta que aquí hoy lo he visto con mucha nitidez, hija mía. El día que esta ciudad me premió por primera vez, rendida a mi pincel por mi obra que presagiaba la muerte de un genio pintor, hacía menos de un año que otro pintor había muerto, Antonio Cabral, padre de mi amigo Manuel. No puede haber mayor indicio de la muerte, mayor señal de la desaparición de todo lo que nos hace diferentes a los animales, a las rocas, a los árboles: el saber plasmar con nuestras propias manos y corazón la belleza, que una paleta rota a los pies de un gran Maestro. Su cuadro la tenía, el mío no. Ahora, que ya superé sus 35 con largura hasta llegar a los 70, lo vi y lo veo…”

El día que mi madre me contó esta conversación en la sala de Murillo del Museo de Bellas Artes de Cádiz, en la Plaza de Mina, edificio en donde están los cuadros de Bartolomé Esteban Murillo y el de Alejandro Ferrant y Fischermans, a ella también le quedaba poco por pintar, y lo sabía, quizá por eso, gaditana de corazón, no quiso dejarme mal sabor y recurrió al gracejo gaditano: “Como decía aquel poeta francés, la eternidad se me va a hacer muy larga, sobre todo al final...” 

 


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