Relato: La Dama de las Letras

Mujer caminando por la playa

Por Alicia López Tarrida

Consejería de Educación y Deporte. Monitora escolar, Sevilla

Busco a Esther Tusquets… falleció el pasado lunes y me ha sido imposible contactar con ella antes de su muerte. 

Aquel joven, vestido a la usanza de un botones de hotel, me indicó hacia el exterior de la edificación, un edificio coqueto y pequeño al borde de un mar tornasolado. 

Allí, reposando sus brazos sobre la balaustrada, de espaldas a las portezuelas que me abrieron paso a una terraza exterior, observé la postura de la elegante señora que contemplaba el horizonte, como en aquel cuadro de Dalí «Muchacha en la ventana»

Supuse que era la señora Tusquets, pues no había ninguna otra presencia en aquella hermosa terraza. 

A pesar de la agradable temperatura la difunta escritora lucía sobre sus hombros una toquilla finamente confeccionada, en colores y tonos similares a los del agua del mar. 

¿Señora Tusquets?—expresé en un temeroso pensamiento. 

Me miró de reojo, como lo haría un pajarillo al que te acercas con sumo cuidado y no tiene certeza de si tus intenciones son del todo amistosas. 

¿Señora Tusquets?—me atreví de nuevo—hace días hablaba con una amiga de la posibilidad de contactar con usted, pero las noticias de ayer nos dejaron consternadas tras conocer su inesperado fallecimiento. 

¡Cosas de la vida!—comentó divertida—y por favor, háblame de tú. Tú y yo nos parecemos más de lo que la apariencia demuestra así que, por favor, tutéame— me miró con ojillos pequeños pero vivaces, y por primera vez se recreó en mi presencia. 

Bien… entonces ¿Esther?—asentí. 

Entonces… Esther—sonrió. 

El mar jugaba en olas de mil tonos de verde, salpicando nuestros rostros con alguna suerte de diversión, A la par, nuestros pensamientos fluían en oleadas de energía. 

¿Por qué razón querías contactar conmigo? Acabo de hospedarme aquí y aún estoy intentando ubicarme—su mirada volvió a quedar prendida en el mar. 

Me invadieron las dudas antes de proseguir: 

Quiero ser escritora. Me preguntaba, ahora que usted está en este otro plano, si podría resolver una gran duda que se me presenta, en este momento de mi vida, en el otro lado—señalé torpemente hacia un lugar inespecífico detrás de nuestras espaldas, más allá de la fachada del hotelito. Esther sonrió. 

Si resolver esa duda está en mi mano y conocimiento, así lo haré.

He traído mi más preciado objeto—saqué de un bolsillo de mi chaqueta una brújula de latón que había perdido su precisión, pero a la que guardaba un inmenso cariño—Hace tiempo que la tengo. Me la regalaron para poder orientarme a la hora de escribir. Me explicaron que la usara para poder abrir puertas de inspiración en la dirección que la brújula me indicara. Es como una llave que abre todas las cerraduras a la hora de expresarme. Quería saber sí…

¿Una llave? ¿Una sola llave?—Esther Tusquets, interrumpiéndome, me miró por primera vez a los ojos— ¡Hijita! ¡Te confundieron! ¡Hay tantas llaves como cerraduras hay!—comentó con júbilo. 

La mujer tomó la brújula entre sus largos dedos, la observó detenidamente y antes de que pudiera detenerla, en un movimiento impulsivo, la arrojó al mar. 

Quedé con la boca abierta contemplando cómo, por espacio de breves segundos, el agua se filtraba en el mecanismo del artilugio y si bien flotó unos instantes, enseguida la brújula fue engullida por el mar. 

Pero Esther…—no pude emitir otro pensamiento más que un ¿por qué?

Niña ¡despabila! ¿para qué te servía semejante y obsoleto engendro? ¡Usa tu cabecita!—con su dedo índice golpeó mi frente—no hacen falta otras herramientas para escribir más que ésta y éste—con su dedo corazón indicó el lugar de mi motor vital, que latía bajo el esternón en una mezcla de confusión y sorpresa. 

La mujer recuperó de nuevo su postura sobre la balaustrada, con la mirada perdida en las aguas, ajustando su toquilla con dedos ágiles. Supe que aquello significaba que había llegado la hora de nuestra despedida. 

Gracias, dama de la literatura— acepté la lección como respuesta a mis dudas.

De nada niña… ¡haz que tus letras sean dignas de una gran dama! Cuando lo consigas, vuelve aquí…te estaré esperando. Entonces comprenderás que la brújula nunca te hizo falta. ¿Lo harás?—sus pensamientos me llegaban impulsados por una energía vigorosa, cargados de ternura.

Sabes que lo haré—sonreímos. Ella quedó extasiada, con la mirada nuevamente prendida en el mar; yo, contemplando la silueta que se difuminaba ante mi presencia, haciéndome volver del ensueño. 

***

De vuelta a la comodidad de mi colchón abrí los párpados mientras aún saboreaba la sal en los labios y el rumor de las olas se disolvía en mis oídos. Recordé la firme mirada de Esther impactando en mis retinas, la brújula hundiéndose dejando desnuda mi alma (pues sin ella me creía ilusoriamente desvestida de arrojo) y las últimas palabras de Esther:

«Entonces comprenderás que la brújula nunca te hizo falta»

Invadida por este recuerdo contemplo cómo mis dedos acarician el teclado, como los de un pianista que antes de tocar conecta con la frialdad de las teclas para expresar una sublime melodía. 

Inmediatamente las letras, en conjugado tropel, han entrado en acción y con ellas, como brújula, mi cerebro/corazón. Así, según la Dama de las letras, es.


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