Por Rafael Márquez Rodríguez. Sección de Selección y Provisión. Delegación del gobierno de la Junta de Andalucía en Málaga.
“Salvados por la campana” es una frase que se usa frecuentemente en el ámbito deportivo y que describe perfectamente lo que, probablemente a nivel subconsciente, han debido sentir íntimamente muchos empleados/as públicos cuando el pasado 4 de septiembre se publicó en el Boletín Oficial del Estado el Real Decreto-ley 11/2018, de 31 de agosto. Esta norma demora la entrada en vigor de la obligación de implantar la “nueva” Administración electrónica contenida en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (registro electrónico de apoderamientos, registro electrónico, registro de empleados públicos habilitados, punto de acceso general electrónico de la Administración y archivo único electrónico), durante dos años, es decir, hasta el próximo 2 de octubre de 2020.
Habrá quien piense que eso se debe a que la Administración Pública, en los tres años que han transcurrido desde la publicación de la Ley 39/2015, no se había preparado adecuadamente para ese cambio tan radical en su modo de funcionamiento y, seguramente, tengan razón. Tres años se dice pronto, ya nos vale.
Pero lo que no tanta gente habrá pensado es que el cambio radical que todos/as debemos esperar no se encuentra en la informatización de los procedimientos y en la forma tecnológica en la que, a partir de ese momento, la ciudadanía se relacionará con la Administración. El cambio, el verdadero cambio que deberían esperar los/as ciudadanos/as, el cambio “radical”, afecta a nuestra mentalidad de empleados/as públicos/as. Frases como “vuelva usted mañana” o la vetusta (y, sin embargo, siempre presente) estampa del funcionario/a con manguito, tan querida (y cómoda) para algunos/as, es lo que nos ancla al pasado (y no precisamente al siglo XX, ¿verdad Mariano José de Larra?), y no una Administración que funciona sobre un soporte analógico.
Esa mentalidad de considerar al ciudadano casi como un siervo, de sentirnos superiores gracias a nuestro conocimiento de la jerga administrativa, de autoatribuirnos el título oficioso de sumos sacerdotes y celosos guardianes de la fe en el “procedimiento” (equivocadamente, por cierto) es lo que verdaderamente necesita desterrarse de la Administración. Es casi una cuestión de orden público, a la que, curiosamente, no se le presta atención.
En mis más de veinte años como funcionario, he tenido la ocasión de impartir en diversas ocasiones cursos organizados por el IAAP sobre procedimiento administrativo, y en ellos suelo plantear al alumnado la siguiente cuestión: el excesivo formalismo y la rigidez procedimental que siempre se achaca a la Administración, ¿se encuentra en las leyes o en los empleados públicos/as? La respuesta siempre suele ser la misma: un grupo se inclina tímidamente por afirmar que el excesivo formalismo es patrimonio de los empelados/as públicos/as; otro afirma categóricamente que se debe a las leyes, y no a nosotros, escrupulosos cumplidores/as de nuestro deber; y un tercer grupo, mira a los otros dos y de forma políticamente correcta se encoge de hombros, no saben/no contestan, no vaya a ser que los acusen de algo (ellos solo van a un curso, ¿a qué viene ponerles en el brete de un eventual, y potencialmente doloroso, examen de conciencia?).
Cuando en estos cursos intento resaltar la importancia del procedimiento administrativo siempre acudo a la metáfora de compararlo con la garantía de compra de un electrodoméstico que hayamos adquirido recientemente. Todos/as tenemos la confianza en que ese televisor o lavadora funcione sin problemas (está pensado y diseñado para ello), pero, si no es así, la garantía de compra es lo que va a salvar la situación. Pues bien, el procedimiento es la garantía del ciudadano de que la Administración va a actuar del modo que razonable y legalmente se espera de ella, de modo que maltratar el procedimiento (y ser excesivamente rígido constituye una de las prácticas de maltrato más crueles y habituales) equivale a privar al ciudadano de sus garantías, de sus derechos. El excesivo formalismo de quienes trabajamos en la Administración, tan lamentablemente habitual, equivale a romper la factura de compra del electrodoméstico recién adquirido por el/la ciudadano/a. El procedimiento es un instrumento, nunca un fin. Repito: el procedimiento es un instrumento, nunca un fin.
Un derecho vale lo que vale su garantía (la frase no es mía, pero la compro). El Derecho Administrativo es un Derecho antiformalista (tampoco es mía, pero también la compro).
La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿para cuándo dejamos la auténtica revolución?
Aprovechemos el tiempo muerto que nos ha brindado el Real Decreto-ley 11/2018 y seamos verdaderamente revolucionarios. Todos/as saldremos ganando.