Érase un suizo del siglo XIX por esas sierras andaluzas en busca de plantas y otros vegetales, no para echárselos a la boca, sino para el simpar objetivo de estudiarlos y darlos a la ciencia…
Por Jesús Carmelo Palomo.Jefe de Negociado de Programas del Servicio de Prevención y Apoyo a la Familia en Jaén.
Érase un suizo del siglo XIX por esas sierras andaluzas en busca de plantas y otros vegetales, no para echárselos a la boca, sino para el simpar objetivo de estudiarlos y darlos a la ciencia, con el único motivo de dejar constancia a la humanidad de la sabiduría de aquellos prohombres pioneros de las ciencias y la época de las luces, (y de paso quedar reflejados vanidosamente para la posteridad).
“A ver si acompaña un poco la suerte, parbleu, y se descubre alguna plantita desconocida a la que dar el nombre, ¡qué casualidad!, ya que pasaba yo por allí y todo eso, y de ser el primero en verla y describirla para la Ciencia, que no sólo de pan vive el hombre, sang de Dieu, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, y hablando de Dios, ¡Por favor, Señor! ¡Concédeme el favor de encontrar desconocido vegetal, aunque fuese pequeño y minúsculo, raquítico tal vez, pero totalmente nuevo en tu plan creador! Incluso una mísera ranunculácea diminuta, de flores tan pequeñas que el contar pétalos sea toda una hazaña visual que añadir a mi andadura por estas sierras dejadas de tus manos, que ya me duele el trasero de tanto caminar sobre esta terca mula, única cosa potable que he podido encontrar en este duro país, y hace ya más de tres pueblos, nom de Dieu, que no me cruzo con posada de buena alhóndiga, que no echo de menos ni nada, los escargots en salsa fine de Chez André, al lado de mi château, servidos en platos maravillosos por la posadera, Michèle, de generosos pechos, y, mon Dieu, que prometo no volver a repasarlos en pecado, si de esta expedición salimos sanos y salvos tanto yo como mi trasero y …”
Así, iba renegando nuestro querido Pierre Edmond Boissier, que estaba de herborización por Andalucía, cuando sus súplicas iban a empezar a ser escuchadas, y de qué forma, aunque él todavía no lo sospechaba. Al torcer el recodo del camino, en plena serranía malagueña, encontró una venta que a poco descubrió abierta y acogedora, y ya que la noche iba camino de adueñarse del mundo y el cansancio de su cuerpo, decidió poner fin a la jornada y dejando a un lado el camino, entró en aquélla.
“A la paz de Dios”, dijo arrastrando un poco la s y la z, denotando un acento extranjero. No es de extrañar, ya que para él, todo un estudioso botánico, le fue un poco pesado ponerse a aprender español casi por correspondencia, con el solo objeto de venir a estudiar la flora andaluza. Eso no le disuadió de su meta de descubrir literalmente nuevas especies en las estribaciones más alejadas de la trillada Europa.
Poco rato le observaron los pocos parroquianos de la venta, que por horas nocturnas y por falta de clientela en aquel paraje, había empujado al patrón del ventorro a adecuar su posada de antaño en bodegón, venta y cantina donde los del pueblo cercano se dirigían de camino a sus casas a remojar el gaznate, lejos de las miradas de sus “santas” y de D. Benito, el párroco, y de paso, estar en compañía de las rollizas camareras, que en realidad eran sólo dos, algo entradas en carnes y desdentadas, pero rubias y de ojos celestes ya que su familia procedían de la repoblaciones con centroeuropeos que el emperador hizo por toda Andalucía.
Nuestro querido amigo, después de pedir una jarra de vino peleón del lugar, se acomodó frente al fuego y comprobó lo dolorido de su trasero y lo maltrecho de su equipaje, en el cual, pocos pliegos había podido añadir. Charo, la camarera, le trajo una redoma de barro de la que se sirvió una jarra de un vinillo algo repuntadillo, pero al que no estaba en absoluto dispuesto a renunciar, dado su enfado, su cansancio y su hastío, y no precisamente en ese orden. El ventero al verlo forastero, le ofreció mesa, mantel y una cómoda habitación sin chinches, de lo cual dio fe jurando y perjurando por todas las advocaciones de la Virgen Inmaculada, de las que se acordaba, y por la Virgen de Tíscar, y la cual (la habitación) sólo tendría que compartir con un tratante de cuchillería bilbaíno de aspecto bonachón. El viajero aceptó y convino el precio con el ventero que se ofreció a entrar la impedimenta a cuestas y a desensillar la bestia, a la que dejó en el pesebre. Al entrar el equipaje, unos pliegos de viejos periódicos se desparramaron por el suelo entablado. En su interior se conservaban planchadas diferentes tipos de plantas que había ido recolectando.
“Maestro, que me aspen zi arguna vé he visto llevar matojos con tanto cuidao, que zi zon azafrán así lo entendiera, pero zimples romeros y yesqueros…”, le dijo con un acusado ceceo, que a pique estuvo de provocar en el viajero una taquicardia, parbleu, sino fuera porque el tiempo que llevaba en el sur de España, ya le había enseñado a olvidarse de todo el español académico aprendido allá en su Ginebra natal. De hecho, la primera semana quemó sus libros de español en una fogata para calentarse una noche en las Sierras de Córdoba, cerca de Los Pedroches.
“¿No, zerá usté boticario, como D. Manué el gamba que le decimos azí, porque es tó patas y una gran cabeza? De hecho, invita a los del pueblo a alguna ronda, pa que les cuente historias de viejas de cómo curar con las yerbas y zi han visto tal y cual flor…”, se interesó uno de los del pueblo, que había observado toda lo acaecido. D. Edmundo, que tiraba ya a morado por la congestión del maldito frío de sa mère, y por el trasañejo que se estaba ventilando, y como era de natural afable, cercano y conversador, nada estirao para ser uno de los mejores botánicos de la época y de todos los tiempos, alumno favorito del gran De Candolle, y aunque jamás había comprendido tan poco español en una frase de lo que le había dicho aquel sujeto, que el Diablo lleve, le sonrió con atención.
Le habían llamado muchas cosas en su vida, pero crustáceo, no. Aunque al entender la palabra flor, sus poros se abrieron y no dudó en explicar a la concurrencia en su chapurreado español aprendido, que sólo le traía por allí, el conocer y recolectar todas las clases de plantas que pudiera encontrar raras e interesantes. Y así entre unas palabras y otras, y entre jarra y jarra, pronto olvidó su cansancio y hasta se animó a acompañar, tabaleando con los nudillos sobre la mesa, a Josico que se entonaba bien por seguiriyas.
“Oye, francés”, le dijo en un momento dado un paisano de aspecto inteligente, que miraba al bueno de Boissier que ya le había pillado el tranquillo a aquel acento, “que te parece zi nos apostamos los azumbres de vino que quepan en la tinaja que el ventero tiene en el patio, a que yo, un ceporro y cenutrio tan grande, es capaz de enzeñarte una rama de un árbol que no zabrás ni lo que es, y azí, el lerdo, le enseñará argo nuevo al zéneca, con tos zus libros y tos zus letras. ¿Aceptas?”
. “¡Mais oui ¡”, aceptó tras un momento de duda, por si le tomaban el pelo y por el desfase de cinco minutos de la traducción que tuvo que hacer en su cabeza tras llegar desde el oído. Siempre estaba dispuesto a conocer, y además ya había desistido de corregirle sobre su nacionalidad. Para aquel sujeto, el resto del mundo se reducía a Francia de España p´arriba.
Quedaron en verse al día siguiente en que le traería una muestra. Cuando Boissier vio lo que le trajo aquel buen hombre, no podía creérselo. Lo miró de hito en hito y le recordó en francés toda la retahíla de los ancestros ya difuntos del paisano, sobre los que, a fuerza de dar de vientre, repartió ciertas excreciones, que el hombre bien tomara por cumplidos, pues le sonaba a chino mandarín. Un poco más calmado, le explicó amablemente al labriego, y ya en castellano, que si lo que pretendía era burlarse de él, no lo hiciera con algo tan absurdo. El labriego, que no entendía ni jota de la reacción que él esperaba distinta y veía esfumarse su tinaja repleta, en un arranque de lucidez le invitó, si no le creía, a acompañarlo al día siguiente de temprano, (que como era Domingo, no acostumbraba a salir al campo), hasta un sitio que él conocía, pues que aquello que le había traído todo el mundo lo conocía por aquellos lares, y que pinzapos, estaba harto de verlos desde chiquitillo.
Boissier durmió poco aquella noche, si se puede calificar así el duermevela en que se sumió. Al día siguiente cuando el paisano llegó a la venta con las primeras luces del alba, él ya estaba esperándolo a la puerta acariciando el cuello de su mula, y antes de lo que canta un gallo se dispusieron a la marcha. Lo que le deparó aquel día no lo olvidaría en la vida: el abetal más extraordinario que vio jamás. A más de dos mil kilómetros del más próximo, allá por lo Pirineos y enormemente lejos de los que había contemplado en su niñez y época de estudiante por Francia y Alemania. Allá abajo, mon Dieu, y perdidos entre sierras agrestes y secas, con el rigor del verano, que le tocó sufrir el primer año de estar por Andalucía, y bajo un sol de justicia.
Lo que aún no sabía Boissier, eran las condiciones extraordinarias de aquellas sierras de altas precipitaciones y veranos suaves que posibilitaron la pervivencia de estos viejos emigrados del norte, en emplazamientos tan alejados de su distribución “natural”. De hecho, el punto de mayor pluviometría de la Península, se encuentra situado en la Sierra de Grazalema, gracias a su influencia atlántica y a su especial orografía de sierras muy cercanas al mar que reciben sus borrascas que descargan sobre sus laderas. Otro punto sensible era la malagueña Sierra de las Nieves, que sorprende por aquel bosque de abetos.
Aquella noche, sí que descansó Boissier, porque Dios sí había respondido a sus piadosas plegarias (era un creyente convencido) y pudo encontrar una planta que le dio renombre, a la que dio una descripción y bautizó como Abies pinsapo, y se durmió más bien contentillo después de acompañar en el negro beber hasta donde pudo (hasta que se cayó al suelo) a aquel paisano, que también durmió contento después de que dejaran en su propio patio la tinaja llena a rebosar, a pesar de las reprimendas de su mujer, que calló la boca cuando comprobó que al vino le acompañaban diez perniles de cerdo, cortesía de un botánico del norte.
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