Antonio Pérez Ruiz, Jefe del Departamento de Gestión Económica del Servicio de Centros en la Dirección General de Infancia, nos presenta la primera de las dos entregas de este relato corto de intriga que no podrás dejar de leer.
La viuda no era una mujer mayor. Pero a pesar de no ser tampoco joven, aún conservaba ese cuerpo escultural y deseable por cualquier hombre: su corta melena, morena y ondulada, enmarcada en una cara redonda, de la que destacaban sus grandes ojos negros y sus gruesos labios, siempre pintados, estos últimos, de un rojo intenso; la nariz pequeña, pero perfilada, recta y con un diminuto lunar en una de sus aletas, que la hacían más atractiva; sus pechos, prominentes y firmes… Lo que se dice una mujer diez. La verdad, no sé cómo pudo fijarse en un tipo como yo, con canas asomando como signo inequívoco de edad avanzada, ojos gatunos y mostacho, en un rostro endurecido por el sol. Quizás el hastío de su relación, un posible deseo de venganza hacia su marido… No sé. Nunca me dijo el motivo mientras pude seguir viéndola en aquella degenerada ciudad, sometida a la ley de las bandas organizadas para las que yo trabajaba a cambio de míseras remuneraciones.
A Jack me unía una relativa amistad, nada del otro mundo. Regentaba un local a las afueras al que yo iba con asiduidad, aunque muchas veces no lo veía por allí y me limitaba a tomar un par de copas a la espera de que apareciera, de que tuviera una nueva ocupación que me reportara otro sobre con dinero. Pudiera decirse que simplemente era un viejo conocido. Y el muy cabrón sabía que podía contar conmigo para este trabajo; así se lo hizo saber al “rubio” del que hablaré más tarde. Su olfato no le engañaba. Era un trabajo fácil por el que se me pagaría muy bien y mi situación, como era habitual, me obligaba a admitirlo sin remisión. Pero, aunque hubiera sido más favorable, el hecho de entrar en acción era algo que me superaba y a lo que no podía renunciar.
Tengo que decir que el marido era para mí un perfecto desconocido y, por tanto, ubicado su domicilio, lo primero que debía hacer era familiarizarme con sus hábitos, sus compañías, sus horarios… Jack me procuró la invitación para una fiesta que darían próximamente y así pude asistir al evento social en los jardines que rodeaban la mansión. Allí se dieron cita gente de alto nivel, y lo digo por la impresión que daba su porte, porque en realidad no conocía a nadie. Me sentía fuera de lugar, pero la impresión que debía dar era la inversa: ser alguien al que, por unos o por otros motivos, destacase.
La tarde languidecía en el horizonte, donde se perfilaba la ciudad con sus altos edificios recortando las bajas nubes. Era curioso que se me hubiera invitado precisamente a mí, sin tener él la más remota idea de que sería el individuo que acabaría con su vida. Pero no sería en su propia casa, no. No era el momento ni estaba preparado para huir de allí sin, llegado el caso, ser acribillado a balazos por sus compinches.
No tardé mucho en encontrarme charlando con algunos de los asistentes, mintiendo sobre mis actividades, haciéndome pasar por un empresario dedicado al alquiler de embarcaciones de recreo, hasta que apareció ella. En ese instante percibí su nada disimulado interés por estar conmigo. Se dedicó a presentarme a otros invitados por el simple hecho de hacer ver a su marido que era una perfecta anfitriona, tejiendo la red para atraparme. Si supiera que iba a acabar con el mayor de sus problemas… Estuve allí durante unas dos horas. Después desaparecí para no dejar demasiadas evidencias ni infligir ningún tipo de sospecha al marido.
Al día siguiente ya estaba apostado con mi coche a las puertas del complejo. Anotaba las salidas, los vehículos que utilizaba, la gente que lo acompañaba y un sinfín de detalles más. Pasé muchas horas, ensuciando el vehículo con infinidad de envoltorios y paquetes de comida basura, vasos de plástico que contuvieron café, chicles… A cada rato cambiaba de estacionamiento. Para los días siguientes alquilé otro coche que seguí ensuciando como si fuese el mío. Una botella de plástico grande me servía para recoger la orina que expulsaba sentado, ya que no podía bajar del vehículo. A ella no la vi nunca, a no ser que saliera en un mercedes con las lunas tintadas, único transporte del que no pude llegar a ver nada.
Decidí el día. Eso era lo bueno que tenía este trabajo, yo marcaba los ritmos. Una vez se hizo de noche sabía que él tenía que salir. Me agazapé un poco cuando la verja se abrió y su vehículo habitual abandonaba la mansión. Conducía él, e iba solo. Miró a ambos lados antes de incorporarse a la vía. Arranqué el vehículo pero no encendí las luces hasta que recorrimos al menos dos kilómetros. Unos minutos después se detuvo en una gasolinera. Era el momento. Debía introducirme en su coche, tras el asiento trasero, y esperar. Poco después se subió. Encendió un cigarrillo, arrancó y aceleró de forma impulsiva, cogiendo el desvío hacia una carretera de montaña. Las extremidades inferiores se me estaban durmiendo por efecto de la mala postura adoptada, pero no podía moverme so pena de ser descubierto. De pronto paró. No acertaba a saber el por qué pero pensé ‘ahora o nunca’ y le golpeé con la culata de la pistola, dejándolo inconsciente. Después bajé y empujé el vehículo que rodó por el barranco hasta que lo perdí de vista.
Unos días después, pasado el luto obligado a que tuvo que someterse la viuda, me sorprendió que ella misma me dejase una nota. No sé cómo, pero alguien le había proporcionado mi ubicación. Quería que nos viésemos en un lugar discreto y aquel hotel, que utilicé para ocultarme mientras realizaba el trabajo, era el sitio más apropiado. Fue la primera, pero no la última vez. En la siguiente ocasión optó porque utilizáramos mi apartamento. Desconozco si, por alguna extraña razón, sospechaba que yo maté a su marido y de alguna forma pretendía confirmarlo. Desde luego no parecía preocupada por ese aspecto pero, llegado el caso, tendría que decírselo, implicando a Jack en la trama del asesinato. Al fin y al cabo fue por orden suya.
El documento que guardaba en la caja fuerte podría llevarlo a la cárcel, aunque eso no solucionaría el problema. Le había usurpado, en uno de nuestros encuentros, la carta por la que reconocía haberse encargado del asesinato. Me dirigí con decisión hacia la caja y procedí a abrirla. Anejo al montón de dinero, el importante documento, y junto a ambos, una Walther P38, un auténtico tesoro que miré por unos segundos. Extraje el papel y cerré de nuevo la puerta de la caja. Ella había comenzado a vestirse y en ese momento se subía las minúsculas bragas de encaje, con esa sensualidad propia de las mujeres al hacerlo, hasta cubrir a mi vista aquel entrañable objeto de deseo. Sus pechos se movían voluptuosamente mientras se volvió para coger su sujetador. Poco tiempo me quedaba para visualizarlos hasta una próxima vez. Se lo colocó y me miró, como reprochando que la mirase mientras se vestía ‘¿Por qué tiene que parecerle a las mujeres más vergonzoso el vestirse ante un hombre que el desnudarse?’ pensé.
Me acerqué para mostrarle el documento. Lo cogió y comenzó a leer. Yo miraba su rostro, expectante. Hizo una mueca de asombro y me miró, retornando de nuevo a la lectura. Y yo continué mirándola, pero esta vez a su escultural cuerpo, tan apetecible con esas únicas dos prendas. Ella pareció no darse cuenta, seguramente por estar absorta en la lectura. Finalmente levantó la vista del papel.
—Esto puede proporcionarnos una solución. Lo mandamos a la cárcel y nos vamos del país. Me gustaría instalarme en Francia…
—Lo ves todo muy fácil —respondí.
—Y lo es, cariño. Solo tenemos que hacer llegar este documento a manos de la autoridad. Ellos se encargarán del resto. Después hacemos las maletas y nos largamos. Cuando salga no nos encontrará nunca… Podemos rehacer nuestras vidas lejos de ese indeseable.
Evidentemente sus planes pasaban por casarse conmigo. Mi última locución tras el acto no había tenido ningún efecto en ella. Comencé a imaginar por unos segundos su propuesta. Juicio sumarísimo, sentencia en la misma vista, y condena. Viaje en avión, azafatas suministrándonos bebida y comida, yo junto a la ventana mirando las nubes por debajo nuestro, y abajo, no mucho más allá, la torre Eiffel destacando sobre la ciudad…
—No sé…creo que no es lo más acertado.
—¿Pero por qué, darling?
—Para acabar de una vez por todas debo liquidarlo. Y lo debo hacer cuanto antes. No debería haberte mostrado el documento…
—No digas tonterías ¿Acaso quieres que te terminen encerrando a ti por asesinato, cuando él es el culpable de todo?
—No estoy seguro. Podría inculparme en la trama…
—Gilipolleces. Tendrías una coartada perfecta. Yo me encargaría… Larguémonos antes de que todo se vaya a pique ¿Es que acaso no te gustaría que estuviera siempre a tu disposición?
Y diciendo esto comenzó a desabrocharse el sujetador, echando a continuación sus brazos hacia delante para dejarlo caer y mostrarme sus exuberantes senos. Seguidamente, y sin dejar de mirarme, comenzó a bajar sus braguitas hasta situarlas por debajo de sus rodillas.
Las bragas cayeron al suelo y ella avanzó hacia mí, levantando su pierna derecha para dejarlas de nuevo allí tiradas.
Justo cuando se marchó, Jack me llamó por teléfono. Al parecer debía acudir a una cita concertada por su contacto en un tugurio. Aquel tipo, conocido por “el rubio”, era uno de los hombres de confianza de la organización, al que dejaban que se encargase de toda la logística en un primer momento, aunque en algunas ocasiones éste delegaba en Jack. Tuve ocasión de conocerlo y reparé en que era de elevada estatura, debía medir al menos uno noventa, delgado aunque fuerte, con la cara picada a causa de una viruela mal curada, bigote escaso y perilla, iba vestido con un traje a rayas, sombrero y zapatos de charol negros. Supuse que siempre estaría acompañado, como en aquella ocasión, de varios hombres, por lo que acercarse a él en un intento de liquidarlo presentaría graves inconvenientes. No estaba muy tranquilo con el llamamiento. Algo en mi interior me decía que las cosas no irían bien, pero no quedaba más remedio que acudir. Decidí coger un taxi para no dar pistas sobre mi coche, y también era preferible abandonar ese transporte público y caminar unas manzanas.
Empezó a lloviznar. Me subí el cuello del tres cuartos y me calé más el sombrero, ocultando mis ojos a los transeúntes. Empujé la puerta y me introduje en el neblinoso interior. Sin quitarme el sombrero oteé para localizar a mi contacto. Todos me miraron. Había una chica sentada en un taburete junto a la barra. Al otro lado un rudo camarero limpiaba vasos mientras dos tipos, a su derecha, parecían jugar a los dardos, aunque me dio la impresión de que lo que pretendían era cortejarla.
Él me vio antes. Desde el rincón de la izquierda, semioculto en la penumbra del humo de los cigarrillos, sentado a una gran mesa y acompañado por otros dos tipos, me hizo amables señas, acompañadas de una sonrisa, para que me acercase. Con paso firme que demostrase que no le tenía ningún miedo me acerqué hasta él. A un gesto de sus ayudantes interpreté que debía tomar asiento.
La conversación que inició no tenía visos de ser muy prolongada. Su tono iracundo no dejaba lugar a dudas. Me planteó algunas cuestiones mientras fumaba exhalando grandes bocanadas de humo. Respondí escuetamente porque, la primera vez que quise desarrollar más mi respuesta, él levantó la mano en señal de que me limitase a contestar estrictamente a lo que se me preguntaba. Pasados unos minutos se levantó, acompañado de sus dos camaradas, y me invitó a tomar una puerta cercana. Salimos a un callejón. La lluvia estaba arreciando pero iba a recibir algo más que agua sobre mi cuerpo. Era un tipo despiadado. Yo sabía que no perdonaba a sus ofensores y, por alguna razón que descubriría no mucho más tarde, yo lo había hecho. Y ahora estaba a su merced recibiendo múltiples patadas por todo el cuerpo y en la cabeza, después de haber sido reducido por sus compinches. A continuación volvieron a entrar al local.
Me levanté al rato. Aturdido aún, pensé que lo mejor sería ir a ver a Jack. En esta ocasión, por mi aspecto desaliñado, renuncié a tomar otro taxi y caminé bajo la lluvia hasta que me recompuse algo. Iba pensando por el camino como relatar a Jack lo ocurrido y su posible reacción. Esto no me preocupaba lo más mínimo. Lo que sí empezó a tomar cuerpo en mi mente fue la idea de una justa venganza. Me las pagaría, sí, aunque tuviera que acabar con más de uno que anduviera a su sombra.
Continué caminando mientras sentía mi cabeza estallar bajo la presión. Ya tendría tiempo de acabar con ese dolor. Era más importante el infligido a mi orgullo y mi condición de asesino a sueldo. Al llegar observé que el local no estaba muy concurrido a esas horas y pronto lo vi, al final de la barra. Él siempre prefería recibir sus visitas en privado, así que hizo que me sirvieran una copa y nos introdujimos en la habitación que hacía las veces de despacho.
Se sentó en el gran butacón y no tardó en recriminarme el fallo en la misión. Las noticias de las nuevas andanzas del tipo que supuestamente había liquidado corrieron como pólvora prendida, provocando que se le apodara “el fantasma”. La misión no se terminó de cumplir.
Ahora, al parecer, me buscaba para matarme. Le respondí que ya me había dado por enterado, y le conté lo del rubio, acontecido tan solo una hora y media antes. Yo tenía claro que hice lo correcto y que lo maté. O tal vez no. En ese momento me asaltaron dudas y trabajé mentalmente una posible explicación. El golpe que le di con la pistola solo lo dejó inconsciente. Después el coche cayó dando varias vueltas de campana, destrozándose en la caída, hasta finalmente explotar al fondo del abismo. Pero él pudo haber salido despedido, eso no lo aprecié. Estaba demasiado oscuro.
Jack se recostó en su confortable sillón mientras me miraba interrogante con el ceño fruncido. Conocía esa mirada y sabía lo que me aguardaba. Después se inclinó hacia delante para coger del arca que estaba sobre su mesa de caoba un Cohiba Behike 54 traído directo desde Cuba. Gustaba de ellos y hacía que se los trajesen periódicamente. No le importaba pagar una fuerte suma porque el habano lo merecía. Me molestó que no me ofreciera pero no hice ningún comentario y me limité a zamparme del tirón la copa. Cómo sabía el hijoputa lo que me gustaba… Sacó de un cajón el cortador y procedió a encender el puro con parsimonia, chupeteando de continuo.
—Te pagué muy bien ¿recuerdas? Quería un buen trabajo— comenzó.
—Y lo hice, Jack. Pero era de noche. Era imposible ver nada más allá de unos metros ¿comprendes?
—No me vengas con polladas. Debías haberle puesto el cinturón para evitar que saliera despedido del coche… Volvemos a estar jodidos, y sobre todo tú. Pero te vas a encargar de él, y no pienso soltar un centavo más.
—¿Y la ‘viuda’?
—Te la sigues tirando, te la cargas… yo que sé. Haz lo que te dé la gana con ella. Quien me interesa quitar definitivamente de en medio es al fantasma. Y ya estás perdiendo el tiempo.
Aquel comentario me hizo saltar del sillón como impulsado por un resorte. Aún me dolía la cabeza por las patadas recibidas del rubio y me juré que el cabrón me las pagaría. Cerré la puerta del despacho tras de mí con un sencillo hasta pronto.
Tenía que deshacerme del fantasma y del rubio, por ese orden. Después, desembarazarme de las armas para, con un pasaporte falso y el dinero, salir inmediatamente del país. En cuanto a la ‘viuda’ ya pensaría algo. Un tipo se me acercó por detrás. Me volví mientras echaba mano a mi Colt.
—Tranquilo, amigo. Solo quiero proporcionarle información.
—Habla, no tengo todo el día. Y como me engañes te juro que…
—Antes que nada… ya sabe… necesito pasta —me interrumpió, mientras movía los dedos de una de sus manos en señal inequívoca.
—¿Cuánto quieres? No tengo gran cosa. Me robaron —mentí, intentando ser convincente si observaba bien mi aspecto.
—La información que le voy a dar es muy valiosa. Al menos, 500 pavos.
—¿Queeee? ¿Estás loco o vienes fumado? Te he visto en el local. El dueño es amigo mío. No me costará ningún trabajo encontrarte si has querido aprovecharte de la situación —contesté. Sabía que no era un precio abusivo, pero necesitaba disponer del máximo—. Dime lo que sabes y te juro que tendrás tu dinero. Como adelanto —y saqué un billete de cien de mi bolsillo— toma esto.
—Espero que cumpla su palabra. Yo también tengo amigos que pueden encontrarle…
—¡Habla de una puta vez!
—Sé lo que le han hecho. El ‘rubio’ vive junto al muelle, en una de las casas más al exterior, pegadas a los silos, y suele pasar gran parte del día en un bar… no recuerdo su nombre, pero no le será difícil encontrarlo.
—Bien. Volveremos a vernos.
Andando de vuelta, pensaba que, antes de eliminar al ‘rubio’, debía sacarle toda la información posible sobre el paradero del fantasma. Ahí era donde comenzaría mi venganza por su paliza. Sabía muy bien cómo hacerlo. Hablaría aunque fuera mudo. También me acordé de la ‘viuda’. Otra que, asimismo, debía morir porque, o era ella o yo. Estando en su poder aquel documento y con la firme convicción de que no tendría coartada válida, mi implicación podía darse por hecha. Daría con mis huesos en la cárcel mientras la hija de puta seguiría por ahí, ventilándose a todo el que se le antojara. Intenté tranquilizarme. Tenía el control de la situación. Solo había que localizar al ‘rubio’ y, tirando del hilo, poco a poco al resto.
¿Qué te ha parecido? ¿quieres saber cómo termina el relato? No dudes en entrar en la segunda parte de Mata al Fantasma de este mismo número de Enred@2.0