Antonio Pérez Ruiz, Jefe del Departamento de Gestión de Centros de Protección de Menores de la Dirección General de Infancia, nos traslada al desenlace final de este intrigante relato….
La tarde caía tiñendo las nubes de un rojo carmín mezclado con tonos violáceos, el sol muy bajo dando directamente en mi ajado rostro, al que proporcionaba una tibieza sin igual. Un buen descanso, me dije, eso era lo que necesitaba para dejar aquel maldito día.
A pesar de mi agotamiento y de la paliza no pude dormir mucho. El rubio me estaba aguardando para mi venganza y no debía hacerlo esperar. Me levanté y miré por el ventanal. Estaba amaneciendo. Salí rápidamente de mi apartamento y me dirigí al muelle. Mis dos armas a punto, listas para descargar, y una cajetilla con más balas por si la cosa se complicaba.
Localicé de inmediato la casa. Había una luz aún encendida en el salón y, unos minutos después, lo vi junto a otro hombre. Mi determinación era inquebrantable y si tenía que liquidar a los dos no dudaría en hacerlo. Llamé delicadamente a la puerta para no alarmarlos. Al otro lado se oyó una pregunta, aunque no pude distinguir si se trataba del rubio o del acompañante que, dada la hora, me pareció oportuno pensar que se trataba de su pareja. Me eché unos pasos atrás y cargué contra la puerta, haciéndole perder el equilibrio. Vi que era el rubio así que, primero, disparé a su pareja. Él chillaba y me insultaba con todo su arsenal lingüístico al ver lo que había hecho. Quería información sobre el paradero de la viuda. Tal vez así pudiese localizar de nuevo al fantasma. Y después le tocó a él. Un tiro a sus genitales sería suficiente para compensar su agravio. Siguió berreando como un animal y sangrando profusamente.
Por mi mente circuló fugazmente la idea de “hombre precavido…” y recargué las balas dejadas merecidamente sin ningún remordimiento. Después abandoné aquella choza inmunda, dejando a los dos tirados en el piso y recordé entonces que tenía una deuda pendiente. El par de billetes de gran valor encontrados sobre una mesita me ayudarían, en gran parte, a saldarla con quien me proporcionó tan valiosa información porque, no solo dio lugar a que me resarciera de los golpes propinados por el mariconazo del rubio sino que, además, pude sacarle dónde podría encontrar a la mujer.
Decidí dar tiempo a que esta fuese informada de mi acción y pretensiones. El sol volvía a estar bajo en el horizonte, aunque ahora levantándose, dando paso a un nuevo y prometedor día. No podía ir a ver a Jack a su local, porque habría cerrado no haría mucho tiempo. Pero este factor era precisamente del que yo no disponía. Sabía donde vivía y, a riesgo de ser echado a patadas de allí por interrumpir su merecido descanso, me dirigí a su casa. Dejé el puerto y me adentré en la ciudad aún adormecida. ¿Qué podía hacer a partir de ahora? Liquidar a la viuda era mi primer objetivo, y era una pena. Realmente disfrutaba con su actividad sexual frenética, experimentada, libre de prejuicios. Pero no. Jamás podría volver a estar a gusto con ella.
Y a continuación, al fantasma, por mi propia seguridad más que por agradar a Jack. Doblé una esquina. En la acera de enfrente dos tipos charlaban. Uno de ellos, apoyado en un todoterreno Subaru, me resultaba familiar. Tengo que decir que, debido a mi galopante problema de visión, hasta que no estuve a unos cuantos metros de ellos no pude adivinar de quien se trataba.
¡Carajo, el fantasma!
No me lo pensé. Mi Colt en el bolsillo derecho, cargada, estaba lista. La empuñé, tras subirme el cuello del tres cuartos y embutirme en él para no ser reconocido, y me acerqué a la suficiente distancia para no errar el tiro. Con el primer tiro, antes de que el otro pudiera coger su arma, disparé dos veces a su corazón. Después dos balas más se introdujeron mortalmente en el cuerpo del fantasma.
Se acabó. Mi abrigo quedó agujereado y humeando.
Los casquillos, dentro del bolsillo, impedirían la localización del agresor. Corrí como un poseso por varias calles hasta quedar lo suficientemente lejos del lugar. Después me adentré en un callejón, donde tres desheredados calentaban sus ateridos huesos frente a un bidón de gasoil con un gran fuego en su interior. Saqué el arma y me la introduje en el pantalón.
Los tres me vieron acercarme, quitarme la prenda de abrigo, pasar junto a ellos y arrojar la misma dentro del bidón. Seguro que agradecerían que avivase su foco de calor. Ni una palabra nos cruzamos. Seguí mi camino, más tranquilo, en dirección a la vivienda de Jack. No podía imaginarme la sorpresa que me había deparado aquel día. Sin buscarlo, el fantasma fuera del panorama. Increíble.
Arribé al domicilio de Jack y aporreé la puerta. Esperé unos segundos y repetí la operación. Al poco, asomó por una rendija el rostro demacrado, sin rasurar, de un desconocido Jack.
—¿Qué quieres?
—Necesito que me hagas un favor.
—¿Y no puedes esperar?
—Ya sé que necesitas descanso, pero no sé si llegaré a saldar una deuda a tiempo ¿Recuerdas a un tipo con gorra a cuadros que frecuenta tu local? Creo que es del clan de los irlandeses.
—Creo que sí, que sé de quién me estás hablando —me contestó malhumorado, lo que achaqué a que, con toda probabilidad, le estaría jodiendo el polvazo con alguna puta.
—Solo quiero que le entregues este dinero… Y otra cosa, ya no tienes que preocuparte más del fantasma.
—Era tu trabajo pendiente. Ahora, si me disculpas…
—Claro, Jack. Hasta pronto —y me cerró la puerta en las narices.
—…¿Quién te buscaba? —dijo una femenina voz desde la alcoba.
—Amenacé a un tipo que si no me pagaba antes del mediodía era hombre muerto, y venía hasta arriba de mierda —contestó con un tono de voz algo elevado, a la vez que una tímida sonrisa se dibujaba en su boca. Pasó por el salón y dejó el dinero junto a un cenicero con colillas manchadas de carmín rojo, soltó un sonoro pedo y se rascó el trasero.
—Eres un guarro, Jack.
—Hace un rato me dijiste lo mismo.
—Entonces era diferente…
—Vuelve a dormirte, debes estar agotada —dijo, mientras entraba en el dormitorio.
—No seas fantasma, darling. No fue para tanto.
Debía haber allí dentro alguna ventana abierta que trasladó hasta mis sutiles fosas nasales aquel inolvidable aroma. La puta que, suponía, andaba con Jack, ¡era la viuda!. Y él le contaría mi historia sin dudarlo, porque lo tenía bajo su embrujo, trasladado a otro rincón del universo con sus dotes amatorias que yo tan bien conocía. Sabría que su marido, ahora sí, estaba muerto. Más tarde, cuando el rubio le contara mi actuación, se pondría en alerta. Lo necesitaba vivo para que la viuda lo supiera. Pero una vez liquidada ésta, sería el siguiente, o quizá Jack.
Porque el que acababa de descubrir que yacía con ella, era otro candidato. Por conocer la historia, porque no podía quedar libre sabiendo lo que sabía. No te fíes de nadie, que diría mi padre. La mañana resultó productiva porque saldé deudas pendientes, incluida la del pago al chivato irlandés, y tomé dos vidas, la del amante y la del fantasma. Ahora tocaba la viuda, que el destino decidió ponerme delante de mis narices.
Decidí esperar en las cercanías a que saliera del domicilio de Jack y me introduje en una cafetería cuyo amplio ventanal a la calle permitiría controlar cualquier movimiento. Me senté a una de las mesas delante del gran escaparate y toqué el bulto del pantalón. Ahí estaba mi segunda arma, mi preciada Walther P38, esperando ser usada. Pedí un café bien cargado, aunque tal vez tuviera que tomarme más de uno.
—¿Te marchas? —le dijo Jack, medio adormilado— ¿hoy no dormirás conmigo un rato? Te advierto que, en cuanto me despertara, habría más.
—No me tientes. Tengo cosas que hacer —y en ese momento le sonó el teléfono. En pantalla vio que quien llamaba era el rubio— ¿Qué quieres, maricón?
—Voy camino del hospital. Me han dejado inútil —dijo con un tono que denotaba llanto— . Pero el de la paliza ahora va por ti. Escóndete, rápido.
—¿Qué estás diciendo? Aún no ha nacido el que tenga huevos de hacerlo —y cortó. Mientras se vestía, su mente trabajaba frenéticamente.
—Que no tenga huevos de hacer ¿el qué? ¿a quién? —le preguntó Jack sin quitarle ojo; era una delicia observar aquellas curvas mientras se ponía la ropa. En ese momento ella dudó si contarle lo que acababa de oír acerca de su marido.
—Son asuntos míos, Jack. No te inmiscuyas, por favor.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Quizá el fin de semana, no lo sé —y con la barra de labios retocándose mientras se miraba en el espejo vio que Jack se durmió en segundos.
La segunda taza de café estaba llegando a su fin y me pregunté cuánto tiempo iba a permanecer allí si ya sabía, tras el chivatazo del rubio, donde localizar a la viuda. Pero si lo dejaba para más tarde podía escapar. No podía perder la oportunidad de deshacerme ahora de ella, en el momento que asomase a la calle. El problema era Jack, porque tras liquidarla tendría que poner tierra de por medio, al menos durante unas horas.
No tardó en aparecer y se quedó parada en la puerta mirando a uno y otro lado de la calle. Me pregunté si ya habría sido avisada, pero no demoré mi deber. Salí al exterior y metí la mano por la cintura del pantalón en busca del arma.
—Señor… olvidó pagar sus consumiciones —me amonestó el camarero.
—Perdone, vi a un conocido y he salido para saludarlo —contesté mientras buscaba algunas monedas en el bolsillo.
—Gracias señor, y perdone. Ahora mismo le traigo su cambio.
—No importa. Quédese con el.
Dirigí de nuevo la vista hacia la otra acera, y la viuda había desaparecido. ¡Mierda! ¿me habría visto? ¿Conocería el mensaje del rubio? Lamenté no haber pagado antes. No se veía en toda la calle. Pero sí que vi un taxi en movimiento cerca de la puerta de Jack. Quizá fuera en él. ¿Qué podía hacer? Tenía que tomar la decisión en segundos. O la dejaba marchar e iba por Jack o primero era ella. Levanté el brazo para detener un taxi.
—Siga a aquel taxi —increpé— procure no perderlo y le juro que le pagaré por todo el día.
—Como usted diga señor —respondió mientras hacía una peligrosa maniobra de adelantamiento para colocarse algo más cerca del otro vehículo. Miré hacia atrás. Tres coches estaban implicados en un choque a causa de la maniobra y sus conductores salieron de los mismos y comenzaron a discutir. Volví la vista hacia delante. El taxi de la viuda estaba visible.
—¿Es usted policía?
—Voy de incógnito —respondí, por si por mala suerte se descubría el arma. De esa forma daba también más importancia a la persecución.
Aquel taxi era un auténtico muladar. Apestaba a pocilga, aún con la ventanilla bajada, lo cual decía mucho de su propietario. Intentando no vomitar deseaba que, finalmente, la viuda llegase a su destino para, asimismo, bajar yo. No obstante, esto no era impedimento para que por mis circunvoluciones cerebrales no dejara de dar vueltas qué pasos debía tomar para no errar. Si el rubio no había llegado a trasladarle el mensaje, peor para ella porque igualmente iba a morir. Si ya lo comunicó, debía andarme con cuidado. El rubio, de momento, no me preocupaba; andaría curándose sus ya inútiles partes y esto lo mantendría alejado del panorama unos días.
Entonces, el taxi al que seguía se detuvo frente al hospital. ¿Qué diablos significaba aquella parada? ¿A quién iba a visitar? El depósito se hallaba justo a la vuelta ¿Le habrían comunicado el asesinato de su marido? Fuera lo que fuera, mi trabajo quedaba anulado; a la vista de todo el mundo no podría hacerlo. Pero di lo prometido al taxista y me bajé rápidamente de aquella cloaca mientras veía a la viuda introducirse por la parte delantera del hospital. Por tanto, iba a ver a algún enfermo, amigo o pariente, no al depósito. Seguirla era lo conveniente. Quién sabe si no complicaría mi deber el no hacerlo.
—Acaba de ingresar un hombre que ha recibido un disparo en sus genitales. Es rubio —manifestó a una recepcionista con cara de pocos amigos.
—Así es. Está en la U.C.I., 3ª planta.
—Gracias, muy amable.
Desde una máquina expendedora de bebidas, vuelto de espaldas, pude oír la conversación. Dos pájaros de un tiro ¿podría haber un tipo más afortunado? La suerte, ese día, estaba de mi lado. El problema era la munición para mi arma. Solo disponía de dos balas. Esperé que la viuda subiera y a continuación lo hice yo.
En la tercera había un auténtico hervidero humano. Lo primero que tenía que hacer era prepararme para la huida. Localicé la escalera de incendios y miré a mi alrededor. Una enfermera abrió una puerta de acceso restringido. La seguí, introduciendo el pie en el hueco para evitar que se cerrara. Una vez dentro, y antes de que la mujer pudiera articular grito de socorro, tapé su boca y le giré de forma brusca el cuello. Cayó en redondo. La habitación tenía todo lo que necesitaba. Medicinas, ropa de asistente,… Me coloqué una de aquellas batas, unos guantes y una mascarilla. Listo para la operación.
No tardé en localizar dónde se hallaban el rubio y su visita; al parecer estaba pendiente de ser intervenido. Entré con decisión, sin miedo a ser reconocido. La viuda se acercó y procuré mantener la calma. Me preguntó si ya estaba todo listo; hice un movimiento afirmativo con la cabeza, a riesgo de ser tachado de seco. No había nadie más dentro. Cerré la puerta. El rubio estaba sedado, así de insufribles serían sus dolores. Saqué mi Walther y realicé sendos disparos a sus cabezas. Acto seguido coloqué mi arma en la mano de la viuda.
Inmediatamente apareció una enfermera. Puse cara de terror ante la escena que presenciaba, agitando ambas manos en señal de rechazo. La viuda había asesinado al rubio y después se suicidó, terminaría por concluirse. Amor imposible, ajuste de cuentas,… quien sabe. De mi boca salió un “voy a llamar a la policía” y abandoné la habitación presto. Me deshice de la mascarilla y los guantes y salí a la calle con toda la seguridad que me proporcionaba mi atuendo.
Solo quedaba Jack. Tomaría otro taxi en dirección a su domicilio, y ojalá este otro no apestara.
La insistencia de mi llamada fue inútil para perturbar el sueño profundo en que había caído Jack. Dudé si violentar la cerradura; no era momento adecuado. Por la calle circulaba gente de continuo y resultaría sospechoso. Esperé durante media hora y volví a insistir. Concluí que no se hallaba dentro. Tendría que ir a buscarlo al bar, y este abría a partir de las cuatro de la tarde. Aún me quedaban dos horas.
Mi estómago avisó de su necesidad y acudí a un local de comidas. Almorcé copiosamente, tenía tiempo para hacerlo. Después pedí otro café bien cargado y una cajetilla de chicles. A continuación, un paseo hasta el pub vendría bien para no estar pesado.
El guardia de la entrada me miró con cara de pocos amigos. Los irlandeses ya estaban por allí. Seguían manteniendo su horario por lo que ya estaban dándole a la Guinness. Entre ellos localicé al tipo de la gorra, que me hizo un movimiento de aprobación levantando su copa mientras disfrutaba de un malta. Jack, cumplió, por suerte para mí. Me dirigí a la barra y pregunté a un camarero por él. Aún no había llegado. ¿Dónde coño se había metido? Pero no estaba dispuesto a irme de allí sin cumplir mi plan. Pedí un Chivas Regal 12 y esperé a que apareciese.
Cuando lo hizo, estaba tomando el segundo. Entramos en su despacho.
—¿Qué hay de nuevo? —me preguntó.
—Me marcho de viaje unos días. Quiero que te encargues de mis asuntos hasta mi vuelta.
—¿Y eso?
—Nada. Negocios. Solo quería pasar para despedirme.
—Oye, no quiero que me guardes rencor por lo del otro día. Comprende que el asunto del fantasma tenía que resolverse. Si no era hombre muerto. No pagues esa copa y, anda, coge un cohíba.
—Si no te importa cogeré cinco. Ya sabes, para el viaje.
—Take five —me dijo en un inglés socarrón y sonriendo, asomando sus escasos y amarillentos dientes.
—El tipo que te indiqué me ha hecho ver que liquidaste mi deuda. Gracias —dije, mientras me ponía de pie para colocarme tras su sillón— Y ahora Jack, hasta nunca —y repetí la operación de la enfermera. Después tomé el resto de un trago.
Me introduje en el salón del bar. Todo estaba tranquilo. Los irlandeses, que a la sazón lanzaban dardos, no se inmutaron. Nadie pareció advertir nada, y tomé otro taxi en dirección al aeropuerto. Llevaba encima todo el dinero y documentación. No necesitaba nada más y tampoco podía permanecer en la ciudad por más tiempo.
Ningún problema hubo tampoco con el pasaporte falso. Embarqué en un 747 y me acomodé en primera clase pidiendo una copa, una vez despegamos, a la guapa azafata. Después debí quedarme dormido hasta que me despertó por megafonía el mensaje de “abróchense los cinturones, vamos a aterrizar”.
Me asomé a la ventanilla. La ciudad de París se desplegaba majestuosa bajo el avión. Entonces me acordé del deseo de la viuda.
—Señorita—, llamé a aquel encanto —¿tiene usted que embarcar de nuevo?
—No, descanso el fin de semana aquí —me respondió—. Entonces ¿qué le parece si ahora le invito yo a una cena? Me gustaría que me enseñase la ciudad.
F I N
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