Por Jesús Loscertales Martín de Agar, Asesor Técnico de Legislación, Informes y Recursos en la Dirección General de Consumo de la Junta de Andalucía.
Mucho se ha dicho y escrito, desde que se declarase el estado de alarma el pasado 14 de marzo como consecuencia de la pandemia del Covid19, acerca de los contratos cuyo cumplimiento se ha visto afectado de una manera u otra por las restricciones a la movilidad y el obligatorio cese temporal de numerosas actividades empresariales y comerciales, cuestión que, en el caso de los consumidores y usuarios, ha sido objeto de una regulación específica, transitoria y excepcional en el artículo 36 del Real Decreto-ley 11/2020, de 31 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes complementarias en el ámbito social y económico para hacer frente al COVID19.
Tal norma, sin embargo, tiene un ámbito de aplicación muy restringido, tanto objetivamente, en cuanto se circunscribe única y exclusivamente a los contratos que hayan resultado de imposible cumplimiento como consecuencia de las medidas adoptadas durante la vigencia del estado de alarma, como temporalmente, al limitarse su vigencia a un único mes después de finalizar el estado de alarma.
En cambio, desde uno y otro punto de vista, deja sin resolver muchos supuestos que pueden darse y de hecho se están dando en la práctica, como ocurre con numerosos contratos que no ha sido ni será imposible cumplir, pero que han perdido su finalidad o su utilidad. Entre otros muchos ejemplos, cabe pensar en quien encargó un vestido de novia para una boda que ya no se va a celebrar, o para una comunión que se va a celebrar dentro de varios meses, cuando el niño o niña haya crecido unos centímetros y no quepa en el traje. O en los pisos alquilados por estudiantes, que han dejado de utilizarse u ocuparse en un gran número de casos (la Delegación del Gobierno en Andalucía autorizó excepcionalmente su regreso al domicilio familiar durante los primeros días de abril) debido a la terminación anticipada de las clases, pero sin que por ello hayan podido dejar de abonar la renta durante los meses en que no se han utilizado.
Ello ha dado lugar a que los operadores jurídicos hayan desempolvado ciertos recursos de su arsenal que poco o nada habían utilizado antes (aunque no se refiera al ámbito contractual, el caso más llamativo ha sido, sin duda, el del testamento en caso de epidemia del artículo 701 del Código Civil, que quien más y quien menos siempre habrá pensado cuando se lo estudió que era claramente una norma de otros tiempos que nunca iba a ver aplicar, el que suscribe el primero), y en este sentido, ha brillado especialmente, en el ámbito que nos ocupa de los contratos civiles entre empresario y consumidor, la denominada cláusula rebus sic stantibus, sobre la que de pronto ha surgido una abundantísima literatura jurídica, que tan pronto la vende como la panacea jurisprudencial que permite al consumidor desligarse de sus obligaciones contractuales prácticamente a poco que no le gusten o no le vengan bien, como la presenta como una figura cuyos presupuestos y requisitos son tan estrictos e inalcanzables que apenas permitirán su utilización en la práctica como consecuencia de la crisis del Covid19.
Tan dispares posturas son una simple consecuencia de la falta de una formulación legal clara, terminante y definitiva de sus requisitos y efectos, pues se trata de una construcción puramente jurisprudencial en constante evolución, llevada a cabo de manera paulatina por el Tribunal Supremo principalmente sobre la base de los artículos 7 (prohibición del abuso de derecho y exigencia de buena fe en su ejercicio) y 1258 (los contratos no sólo obligan al cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la Ley) del Código Civil.
Por lo que es nuestra intención aclarar al lector, en la medida de lo posible, qué es la cláusula rebus sic stantibus, a qué supuestos se puede aplicar y qué garantías tiene de prosperar en caso de utilizarse, lo que ha de hacerse en vía judicial civil, a fin de que quien se embarque en la auténtica aventura que es un proceso judicial civil en estos días, sepa concretamente a qué atenerse, y pueda decidir con conocimiento de causa si le conviene invertir o no en los gastos de abogado, procurador, etcétera, que inevitablemente conlleva un pleito. Otra opción es la vía del arbitraje de consumo, donde entiendo que puede aplicarse ya sea de Derecho o en equidad, y que, aunque tiene el inconveniente de que requiere el acuerdo expreso de ambas partes de someter su controversia a arbitraje en lugar de a los tribunales, ofrece importantes ventajas como son, entre otras, la rapidez, que no se requiere abogado ni procurador, o que es gratuito, por lo que merece la pena intentarlo.
Dicho esto, y entrando en harina, la cláusula rebus sic stantibus no es sino una cláusula contractual presunta, que se sobreentiende incorporada implícitamente (aunque sea uno el que contrata y no lo sepa siquiera) a determinados contratos, condicionando la aplicación del principio pacta sunt servanda (lo pactado debe cumplirse) a que las circunstancias en el momento del cumplimiento no hayan cambiado sustancialmente respecto las existentes en el momento en que se celebró el contrato. Su formulación completa es muy ilustrativa a este respecto, admitiendo varias pero todas con un significado sustancialmente idéntico: “rebus sic stantibus omnis promissio intellegitur” (en toda promesa se sobreentiende el cumplimiento siempre que sigan así las cosas) o “contractus qui habent tractus sucessivus vel dependencia de futuro rebus sic stantibus intelliguntur” (los contratos de tracto sucesivo o sometidos a futuro se sobreentiende su cumplimiento), entre otras.
Y lo que interesa de esta cláusula es que cuando se haya producido tal alteración sustancial de las circunstancias que existían al tiempo de contratar, puede modificarse el contrato por los Tribunales, e incluso resolverse o extinguirse por completo en los supuestos más extremos.
Ahora bien, no basta cualquier alteración de las circunstancias, ni puede modificarse o extinguirse cualquier contrato. En otros tiempos no demasiado lejanos, se configuró como una posibilidad ciertamente excepcional y de aplicación muy estricta (de “peligrosa”, llegaba a calificarse por la jurisprudencia), y aunque el Tribunal Supremo ha pretendido flexibilizar y normalizar la aplicación de esta doctrina, despojándola de ese carácter tan marcadamente restrictivo, a raíz de la anterior crisis económica (fundamentalmente a partir de su Sentencia de 30 de junio de 2014, cuya lectura se recomienda a cualquiera que tenga interés en el asunto), siguen exigiéndose rigurosamente para su aplicación una serie de requisitos esenciales, que podemos sintetizar así (sin perjuicio de otros, como haber intentado una previa negociación de buena fe):
a) Que entre la celebración del contrato y el momento de su cumplimiento, se haya producido una alteración de las circunstancias extraordinarias y por completo imprevisible (en el sentido de no comprendido en el riesgo normal del contrato).
b) Que como consecuencia de dicha alteración resulte una desproporción exorbitante y fuera de todo cálculo entre la prestación de una parte y la contraprestación de la otra.
c) Que no exista otro remedio para solucionar tal desequilibrio (por ejemplo, en materia de arrendamientos urbanos de locales, se han establecido medidas legales específicas para pymes y autónomos en el Real Decreto-Ley 15/2020, de 21 de abril, que excluirían la posibilidad de aplicar la cláusula rebus sic stantibus, y que además, están inspiradas precisamente en ella, como señala explícitamente en su exposición de motivos).
Este planteamiento, que en apariencia no es demasiado complicado (celebro un contrato, cambian mucho las circunstancias mientras se está ejecutando haciendo que me sea muy gravoso el cumplimiento, y, por tanto, tengo derecho a que se adapte el contrato al cambio o a no cumplirlo) resulta, sin embargo, en su desarrollo, extraordinariamente complejo, por cuanto ha de responder a diversas cuestiones ciertamente difusas y abstractas: ¿Cuándo es extraordinaria, y cuándo imprevisible, la alteración de la circunstancias? ¿A partir de qué límite la desproporción entre las obligaciones de las partes justifica modificar o dejar sin efecto el contrato? ¿A qué contratos se aplica exactamente? ¿La pandemia del Covid19 es seguro una circunstancia imprevisible?
El espacio del que disponemos no nos permite dar una respuesta precisa y de carácter general a todas estas cuestiones, ya que cada una de ellas exige ser construida de manera muy específica a partir de retazos de las distintas Sentencias del Tribunal Supremo que han venido definiéndolas y delimitándolas, así como su contraste con el caso concreto al que se quieran aplicar.
Sin embargo, a los efectos que nos interesan, basta exponer algunas de entre las muchas cuestiones que ponen de manifiesto la complejidad a la que aludíamos y la diversidad de interpretaciones, incluso contradictorias, que pueden sostenerse sobre cada uno de los extremos señalados, por más evidentes o claros que puedan parecer, para que el lector se haga una idea de que en la práctica las cosas pueden ser mucho más complejas de los que aparentan sobre el papel.
Así, ya hemos dicho que se trata de una figura pensada para contratos de tracto sucesivo, es decir, para aquéllos cuya ejecución se dilata en el tiempo, repitiéndose las mismas prestaciones y contraprestaciones de manera sucesiva en el tiempo (un ejemplo típico sería el contrato de suministro de energía eléctrica que todos tenemos en casa, o el contrato de arrendamiento). Sin embargo, también ha admitido el Tribunal Supremo (Sentencia de 22 de abril de 2004) su aplicación a los contratos de tracto único pero cuya ejecución o cumplimiento se difiere en el tiempo, como sería la compra de una vivienda sobre plano. El primer abogado que consiguió que prosperara fue un verdadero pionero, porque antes el Tribunal Supremo no lo admitía en ningún caso, y es así, en otros tantos aspectos, como se ha ido desarrollando esta doctrina.
Al hilo de lo anterior, se han publicado también varios artículos en que, con cierto alarmismo, se afirma que el Tribunal Supremo ha introducido, en su reciente Sentencia de 6 de marzo de 2020, una modificación o nueva precisión en esta doctrina en virtud de la cual no se aplica a los contratos de tracto sucesivo de duración inferior a un año, mientras que en otros se defiende lo contrario, dado que lo que dice literalmente es que: “El cambio de estas características que, bajo las premisas que establece la jurisprudencia, podría generar un supuesto de aplicación de la regla de la rebus sic stantibus es más probable que se dé en un contrato de larga duración, ordinariamente de tracto sucesivo. Pero no en un supuesto, como el presente, de contrato de corta duración, en el que difícilmente puede acaecer algo extraordinario que afecte a la base del contrato y no quede amparado dentro del riesgo propio de ese contrato”. O dicho en otras palabras: que es más fácil (“más probable”, dice exactamente) un cambio extraordinario de circunstancias en un contrato de cien años que un contrato de uno, porque en cien años pueden pasar más cosas que en uno, pero no dice en ningún momento que ello sea imposible, sino que acaecerá “más difícilmente”, por lo que lo esencial sigue siendo, no el tiempo de duración, sino que la alteración requerida sea efectivamente imprevisible. A lo que ha de añadirse que es la primera y, de momento, única sentencia del Alto Tribunal que recoge este criterio, y para que tenga la condición de jurisprudencia se requieren al menos dos (artículo 1.6 del Código Civil). Pero no por ello deja de ser un nuevo y relevante factor de incertidumbre. A lo mejor no lo reitera nunca, o a lo mejor lo reitera al día siguiente de interponer uno su demanda relativa a un contrato de once meses y medio de duración.
Y hasta una cuestión que podría parecer pacífica e incontestable, como es el carácter imprevisible de la pandemia del Covid19, resulta no estar tan claro, y ya hay también quien (arrimando el ascua a su sardina, todo hay que decirlo) lo niega, como se ha hecho en un informe de un importante bufete sobre el impacto de aquélla en el sector asegurador, que considera que no se cumple el requisito de imprevisibilidad, ni, en consecuencia, existe causa de fuerza mayor, porque ya el Ministerio de Sanidad la había previsto en una guía técnica aprobada y publicada en 2005 (titulada “Plan Nacional de Preparación y respuesta ante una pandemia de gripe”), que posteriormente ha sido objeto de varias actualizaciones.
Por lo que, en definitiva, las disparidades de criterio expresadas deben servir a cada cual para ser consciente de que no todo el monte es orégano, por más que el vendedor del monte quiera ofrecerlo como tal. Y, por ello, aconsejamos encarecidamente a quien considere que esta doctrina puede ajustarse a un contrato concreto en que se vea perjudicado por la crisis que estamos viviendo, que, lo primero, intente negociar con la otra parte, porque, como me ha dicho siempre mi padre, más vale un mal acuerdo que un buen juicio, porque siempre será largo y costoso en alguna medida, y no exento de incertidumbre. Y que solicite asesoramiento a un abogado serio y de confianza, e incluso consiga una segunda opinión, de donde pueda obtener una visión realista de las perspectivas que pueda tener su demanda, que nunca, nunca, serán seguras, pues si ya en cualquier juicio puede ocurrir de todo (por muy ganado que parezca, basta que se pase un plazo para que se desmorone todo, por ejemplo) con mucha más razón será así cuando sustentamos nuestra postura en una doctrina que ya hemos visto que no es especialmente precisa, concreta ni revestida de fijeza, y en la que existe, insistimos, un amplio margen de apreciación judicial. Máxime, teniendo en cuenta que si ya nuestra Justicia no era precisamente de las más rápidas del mundo antes, el colapso judicial que se avecina puede hacer que embarcarnos en una demanda de este tipo sea un viaje de no pocos años. No se olviden tampoco de la posibilidad del arbitraje, es una opción sorprendentemente efectiva, rápida y sencilla. Y si deciden ir a juicio, aunque hay muchos casos en los que, sin duda, la cláusula rebus sic stantibus será aplicable y permitirá al consumidor obtener un resultado favorable a sus intereses, no dejen de sopesar bien las posibilidades antes, y tengan por seguro que si el abogado al que acuden les ofrece una garantía total de ganar el pleito, normalmente no va a ser ese el abogado que les conviene. Palabrita del niño Jesús.
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