Pedro Aguilera París, Tramitador procesal y administrativo de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, con sede en Málaga, nos presenta una reseña de la película Los Miserables (2019).
La gran novela Los miserables de Víctor Hugo, publicada en 1862, ha sido adaptada al cine y a la televisión en numerosas ocasiones, desde el film mudo de 1925 de Henri Fescourt o la trilogía dirigida por Raymond Bernard en 1934 hasta la reciente miniserie de la BBC, pasando por la larga serie de RTVE dirigida por José Antonio Páramo a principios de los setenta o el deslumbrante musical de Tom Hooper de 2012.
La película que nos ocupa, estrenada en 2019, no es una nueva adaptación de la novela pero toma prestado su título con el objetivo de acomodar, casi dos siglos más tarde, la esencia de su moraleja a los suburbios parisinos actuales, a la vez tan cerca y tan lejos de la fastuosa ciudad que normalmente tenemos en mente cuando pensamos en la capital del amor.
Al igual que el novelón de Víctor Hugo, la película denuncia la marginalidad a la que sistemáticamente se ve reducida una gran parte de la población parisina sin que aparentemente existan vocación política o solución económica que se presten a erradicarla. ¿Han cambiado algo los suburbios de París en todo este tiempo? Obviamente sí, pero persisten los privilegios, la escasez, la injusticia y la violencia en esa especie de segundo mundo dentro del primer mundo, del que por cierto es difícil escapar.
Desde el principio Ladj Ly, director y guionista de la cinta, criado por padres de origen maliense en Montfermeil, donde se ambienta el relato, imprime un gran realismo a este su primer largometraje utilizando incluso imágenes documentales de la multitudinaria celebración de la victoria de la selección gala en el Mundial de fútbol de 2018, durante la que nos presenta al más joven de los protagonistas, Isaa, quien será epicentro dramático de la obra, un niño aparentemente integrado en un pueblo unido por un supuesto bien común que no es más que un simple y pasajero espejismo producido por la locura del fútbol. Stéphane es otro de los protagonistas, un hombre divorciado que desea estar más cerca de su hijo y se traslada a la capital francesa para unirse a los llamados BAC, una unidad policial adscrita a Montfermeil, donde será tutelado por el reactivo Chris y el imponente Gwada, una pareja de agentes jóvenes pero veteranos que día a día patrullan las calles y se enfrentan a un complicado trabajo, abusando de su poder y formando parte de la constelación de fuerzas que mantiene el precario equilibrio del barrio. A esta constelación pertenecen también el llamado Alcalde, patriarca todopoderoso, y Salah, el líder de los Hermanos musulmanes. El barrio es un polvorín que en cualquier momento puede incendiarse con una chispa, tal y como ocurrió en los graves disturbios de 2005 en el mismo París, que llegaron a extenderse a otras ciudades francesas y europeas.
En el populoso gueto que visibiliza la película, numerosos ciudadanos de origen norteafricano viven normalmente confinados en su miseria, estigmatizados por una subcultura violenta, acechados por la delincuencia, hostigados por una conjunción perversa de estrecheces económicas y de deficiente educación. Una población sin esperanza y bajo constante amenaza convertida a su pesar en un fermento natural de rabia y odio. Esa amenaza nos acompaña durante toda la obra, que transcurre en su mayor parte en poco más de veinticuatro horas, gracias a un guión dinámico, una cámara inquieta y una tensión permanente entre los personajes, cuyos diálogos vivos nos transmiten con éxito el ambiente tosco en el que se desarrolla la trama. La chispa es un hermoso cachorro de león que Isaa roba a unos gitanos del circo. A partir de ahí todo se complica, el equilibrio se resquebraja y la película se convierte en un relato trepidante que nos lleva a un desenlace inesperado aunque lógico, estéticamente muy llamativo, muy bien ajustado a su propósito.
El ojo por ojo es una ley seductora cuando el falso civismo y la estructura socioeconómica injusta mantienen los privilegios de unos y las penurias de otros sin viso de cambio. Solo con una política educativa tenaz, por supuesto (auto)crítica, y una revisión integral y solidaria de nuestra estructura socioeconómica, ambas concebidas a largo plazo, podremos ir reduciendo todo ese odio y rabia acumulados. El objetivo es ineludible, que cientos de miles de personas, millones en todo el mundo, puedan vivir en paz y dignamente. De lo contrario, tarde o temprano de nuevo todo ese odio y toda esa frustración se convertirán en una violenta explosión.
Amigos míos, decía Víctor Hugo en su novela, retened esto: no hay malas hierbas ni hombres malos, solo malos cultivadores.
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