Por Juan Pedro Aguilera París, Tramitador Procesal y Administrativo de la Sala Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. Sede en Málaga.
La exigencia de inmediatez de la frenética cultura mediática que nos gobierna nos empuja a estar al tanto de las novedades que día tras día ven la luz en los numerosos escaparates de las pantallas con las que convivimos, dejándonos la sensación a menudo angustiosa de que serán precisas un millón de vidas para poder abarcar las mil maravillas que nuestro mundo globalizado pone a nuestra disposición sin descanso. Y si uno piensa que puede encontrar un oasis de calma huyendo al pasado, pronto se da cuenta de que no está en lo cierto, pues la oferta de bienes culturales que han logrado salvar la erosión del tiempo, sin olvidar aquellos que no lo han hecho por alguna fatalidad, es también inmensa, plagada de hermosos frutos entre los que destacan no pocas obras maestras, núcleos prominentes de una inabarcable red cultural que por múltiples motivos consiguen mantener a través de la Historia una gran energía de la que podemos seguir alimentándonos.
Este es el caso de La strada, una obra imperecedera de uno de los más singulares y geniales directores de cine de todos los tiempos que el Albéniz, dentro de la nueva edición La Edad de Oro que todos los años organiza el Festival de Cine de Málaga, proyectó el pasado día siete de septiembre, sesenta y seis años después de su estreno. Y allí me fui dispuesto a hacer familia con el pretexto de disfrutar y sufrir la película de Fellini, con la ilusión compartida con mi mujer de abrir una nueva puerta del enorme edificio del séptimo arte a nuestra hija. Así que poco después de sentarnos en las viejas butacas de la sala con más solera de la capital se hizo la oscuridad, y sin el molesto intermedio de un anuncio o un tráiler (bendito cine Albéniz), con las mascarillas puestas, el mismísimo león de Laurentis inauguró la magia vibrando en un lienzo cuadrado de luz con la música desgarradora de Nino Rota.
Enseguida vimos el mar, una de las obsesiones de Fellini, y también apareció la actriz Giuletta Masina, su esposa, supongo que también por ello su obsesión, cuyos ademanes ‘chaplinescos’ y excesiva gesticulación, en principio, se me volvieron a atragantar hasta que me convencí de que contribuían a expresar la rareza y candidez del personaje. Muy pronto la conmovedora, dura y elemental relación de Gelsomina y Zampanó, dos personajes antagónicos unidos en una de las más peculiares ‘historias de desamor’ que se han filmado, inició su marcha en un desvencijado motocarro que continuó recorriendo pueblos, ciudades y las costumbres de una Italia sencilla y popular que me recordó mucho a nuestro país. Una vida ambulante y miserable compartida por el brutal Zampanó y la bondadosa y dulce Gelsomina: él, materialista y ella idealista; él con su manifiesta incapacidad de amar, insensible e incompasivo, y ella con la dolorosa urgencia de ser amada.
Muchos son los logros de esta hazaña cinematográfica, construida por Tullio Pinelli y por Fellini teniendo en mente a su esposa Giuletta, para quien consiguió el papel de Gelsomina a pesar de la intención del todopoderoso Laurentis de que lo interpretase su esposa Silvana Mangano. Una firme cadena de planos que no deja de oprimirnos el pecho como le ocurre al forzudo Zampanó en su número circense. Una narración en la que con excelencia y originalidad Fellini plasma el espíritu teatral del Hombre, su esencia tragicómica, y en la que al mismo tiempo da cuenta de modo descarnado, con sobresalientes metáforas visuales, de lo que hay de elemental en nosotros, de emociones representadas sin artificios que nos distraigan, de un modo crudo, animal y musical, bajo la ley del instinto de supervivencia.
Impresionante la actuación de Anthony Quinn, quien después de negarse reiteradamente a complacer a Fellini, tras ver su película Los inútiles junto a Ingrid Bergman y Rossellini, fascinado por ella, accedió a meterse en la piel de Zampanó, y memorables también los personajes principales, incluido Il Matto (Richard Basehart), el gitano insolente y bufonesco, equilibrista de emociones contradictorias que tan bien están concertadas en este impresionante relato digno de conocer y con el que tal vez aprendamos que es posible alcanzar la Luna con solo tirarle una pequeña piedra que esté impulsada por la fuerza de nuestro corazón.
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