Por Isabel Pavón
Telefonista de la Delegación del Gobierno en Málaga.
Se ha roto un plato
Un plato se ha roto. Ha sido impresionante el estallido. Su descomposición en infinidad de trocitos parecen transformados en afiladas puntas de lanzas.
¡Por fin se ha roto un plato!, y ha sido una mujer quien ha cometido el estropicio. Una mujer que nunca había estropeado nada. Está cansada. Está harta. Ha decidido partir algo como símbolo en contra de la sumisión. Se siente liberada, con ganas de correr descalza por toda la Tierra. A partir de ahora será capaz de defenderse sola, de ser algo más punzante, algo más parecida a esas miles de esquirlas que se esparcen por el suelo de su desesperación. Toma una y su afilado costado le corta. La sangre huele a ella, como el jugo de una hermosa uva brota de uno de sus dedos. Está viva y por eso le duele. Se contiene. No es tanto como lo que ha tenido que soportar hasta ahora. Guarda ese trocito de cristal manchado con sus glóbulos rojos en un pequeño frasco, como memoria viva de la decisión que ha tomado tras muchos años de dudas. Ahí está su sangre y ahí está ella, en esa esquirla como punta de lanza con la que ha de defenderse de ahora en adelante.
De sobrevivir se trata. No hay más opciones. Le da igual ganar o perder, pero no desaprovechará la oportunidad de defenderse, de opinar, discrepar, hablar al fin y al cabo, no callar más. No más garganta dormida. No más silencios.
Esta mujer se ha convertido en rompedora de platos. A su paso caen esquirlas como estrellas rotas que se precipitan al vacío. Todo lo que toca se le convierte en sangre de reconocimiento de su existencia. En sangre de generoso amor nunca más obligado. En sangre de igualdad. Abandonó su fragilidad para ser inquebrantable.
Esta sangre de quien durante años fue una torre herida, se extiende como ejemplo a otras mujeres que han decidido coordinarse para estrellar todo aquello que nunca se habían atrevido a romper. Saben que la libertad duele. A partir de este paradigma, se derraman como almas despiertas que dirigen sus veleros con frenesí.
Ante la noticia, los periodistas se han vuelto locos y entrevistan a todas aquellas que dejan fluir su sangre-dolor, su sangre-vida, su sangre-realidad. Las cadenas de televisión no hacen más que transmitir historias. Es así como las mujeres pueden exponerse, dar testimonio y ser novedad a los hombres.
A partir de aquí, ellos parecen entender el pasado. Ellos parecen aceptar el presente. Sin embargo, las mujeres se preguntan cuánta sangre más precisan para conquistar, en un terreno de igualdad, el futuro. Están seguras de que no hay marcha atrás. Están dispuestas a todo.
Hoy el mundo despertó temprano a causa de las voces. La solución final se acerca. Son ellas, las mujeres reagrupadas como hermanas en las calles, juntas como huracán que gira y gira a la par que avanza recitando:
¡Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!*
* Pablo Neruda, “Explico algunas cosas”.
Embeleso
Me abrigo y salgo al balcón para observar la noche. La calle está desierta y el aire húmedo. El aroma de los troncos de olivos quemados en la chimenea impregna el aire. Todo está mudo. Las luces de las casas vecinas se apagaron hace rato. Parece que el ser humano se ha sumergido en sus sueños deseados. Respiro profundo, y esa paz que contemplo se me instala dentro llenando mis huecos. La oscuridad permite que brillen las estrellas que encajan a la perfección en el silencio del firmamento.
Algún murciélago cruza el aire. Revolotea despistado junto a la triste farola del final de la calle. Un gato solitario maúlla con tristeza mientras pasea pidiendo que le quieran. Esta negrura quieta es encantadora, me embelesa. La noche parece una foto que ensambla los objetos tintados en sepia y negro.
En pocas horas cambiará el paisaje. Saldrá el sol y esta visión desaparecerá por completo para dar paso a la viveza de múltiples colores.
Mientras miro a las estrellas ahora, la luna me acecha celosa y callada, como si fuese un centinela furioso que aguarda paciente que pasen las horas de vigilia para volver a desaparecer hasta la próxima guardia.
Hace frío. Aumenta la escarcha y se humedece el asfalto. Mis huesos se hielan. Regresa el gato y, como si detectase mi posición aquí arriba, alza el cuello y me mira. Su maullido aumenta con tal fiereza que me asusta. Sigue solo. Tan solo como la una. Tan solo como yo estoy sola.
¡Qué larga se hace la espera cuando
se busca el amor y no se encuentra!
Observar y actuar
Estaba sentada, aguardando que su amiga enfermera terminase su turno e ir a casa juntas. Parecía una paciente más en aquella sala de urgencias. Varias personas esperaban oír sus nombres para ser atendidas por el médico. Dio a su alrededor un repaso rápido con la mirada. A Carmen no le gustaban los hospitales. Tampoco le agradaba el olor a medicina que impregnaba el aire. Sentía náuseas. Detrás del mostrador dos hombres con bata blanca hablaban en voz baja y revisaban informes. Una de las lámparas del techo estaba fundida, otra parpadeaba con lentitud. Esparcidos por el suelo quedaban restos de alimentos de alguien que no quiso o no pudo alcanzar la papelera.
Frente a ella aguardaba una mujer. El color de sus mejillas hacía sospechar fiebre. Su torso se hallaba apoyado en la pared. Tenía los ojos cerrados. La cabeza inclinada hacia atrás. Carmen advirtió con claridad que su atuendo había sido elegido al azar: un vestido estampado en verde y amarillo y zapatillas de estar por casa. Una de sus manos sujetaba varios pliegos de papeles arrugados.
Lo que observaba no parecía grave, quizás una simple infección. ¿Tendrá hijos?, se preguntaba. No. Si los tuviera estarían aquí con ella, o quizá trabajen a estas horas, o se lleven mal entre ellos, o con ella. Por la edad que aparenta es posible que esté a punto de jubilarse.
Dos metros a la derecha un señor delgado leía un ejemplar de prensa gratuita mientras, por sus venas, entraba el líquido transparente que bajaba, gota a gota, desde una bolsa de plástico. Al poco rato, el hombre abandonó el periódico sobre un asiento vacío y se dirigió al baño empujando con rapidez el soporte de su remedio. Por equivocación entró en el de señoras. Entre los congregados se produjeron miradas cómplices y algunas sonrisas desganadas a causa de sus padecimientos.
A Carmen todo aquello le aburría. Ojalá su amiga no se demorase. Quería marcharse ya.
De vez en cuando se oía por megafonía una voz que indicaba el número de sala hacia donde debía dirigirse alguno de los presentes. Ese momento le parecía el más oportuno para mirar el reloj y comprobar, una vez más, cuánto tiempo había pasado. Por miedo a no encontrar aparcamiento, tenía la manía de llegar demasiado temprano a todas partes.
Cuando llamaron a la señora del vestido verde y amarillo sintió enfado, como si le hubiesen quitado la única distracción que le quedaba. Volvió a mirar la hora.
Por otro lado, alguien que desde un ángulo distinto también observaba a la mujer recién nombrada, se levantó deprisa al notar en sus andares un leve mareo. Le ofreció su brazo y ella no dudó en agarrarse con fuerza. La acompañó hasta la sala de rayos y esperó a que terminara para acompañarla de vuelta hasta su asiento.
¡Qué cosas! Mientras unas personas observan menudencias, otras están pendientes de las necesidades ajenas y se ponen manos a la obra.
Voy por la calle y noto me miran raro
y es porque llevo el pelo reliao en un trapo, ¿y qué?
Mientras ellos en mí se están fijando
cosas más graves están pasando y no lo quieren ver,
y no lo quieren ver.De la canción “Me miran Raro”, Little Pepe
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