La estrella de la buena fortuna

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Almería, junio de 1912

La mosca se posó lánguidamente sobre la frente perlada. A pesar del sudor que recorría la piel del frontal consiguió aferrarse, hasta que un gesto de la mano la obligó a volar. Con un zumbido silencioso, se alejó entre el humo que ocupaba el volumen no sólido de aquella estancia. Desde el techo pudo contemplar lo que había dejado allá abajo. Dos hombres se miraban enfrentados, separados por una mesa de oscuro material indefinible. Uno joven, otro anciano.

En la mortecina luz de la habitación solo se distinguía la mesa baja alrededor de la cual, en cómodos pufs, se sentaban los dos hombres. El resto de la habitación se difuminaba hacia el exterior del foco de luz, situado justo encima de la mesa baja, consistente en una oxidada bujía, cuyo velón apenas iluminaba. Una media docena de hombres de rostros cetrinos se distribuían al azar entre las cajas y bultos que rodeaban la mesa, mientras fumaban, atentos, a todo lo que ocurría en ella. 

El almacén polvoriento había sido ocupado por aquella troupe, que apenas podía distinguirse de los bultos y cajones, no debido, en principio, a la falta de luz, sino porque las lonas y la quietud de las cajas eran similares a los ropajes de los inamovibles personajes. Solo el humo que escapaba de sus bocas ayudaría a un observador desocupado a distinguirlos de los muebles.

El viejo observaba con un solo ojo, (el otro quedaba velado por una tela blanquecina), un trozo de cartulina pringosa y amarillenta, sostenida a su altura. El resto de las cartas permanecían en su otra mano en cobroen cobro. Su arrugado rostro se perdía en la frontera de su nívea y larga barba que colgaba sobre su pecho; su frente desaparecía bajo un ajado fez de color incierto. Sentado a la oriental, el viejo, ora observaba la cartulina, ora miraba al joven de uniforme que frente a él aguardaba, con un pequeño taco de cartas resguardadas bajo su mano. El militar, algo incómodo por la postura, esperaba mientras chupaba con calma la boquilla de una pipa de agua. El sudor corría por su frente y mojaba sus largas patillas oscuras como su pelo ensortijado. Sus ojos enrojecidos por el humo y toda una noche sin sueño, apenas dejaban traslucir la mínima ansiedad. La atmósfera era agobiante. El calor de aquel antro se pegaba al cuerpo como sus ganas de ganar.

Entre ellos, en el centro de la mesa, un considerable montón de billetes de banco y monedas refulgía codiciable. El viejo al fin decidió descartar la que mantenía en la mano y cogió una del mazo. Una leve sonrisa, imperceptible para todos menos para el adversario avezado, asomó a sus labios. La sonrisa se hizo patente, mostrando unos dientes que contrastaban con la estancia, ya que su blancura se hubiera podido divisar a kilómetros de distancia. El cetrino viejo se apresuró a poner sobre la tabla su baza ganadora. El joven militar cerró los ojos, mientras desplegaba en abanico sobre la madera una preciosa jugada. Un murmullo nervioso recorrió entre los espectadores. La sonrisa del anciano se tornó mueca. 

-Voilà! ¡Has vuelto a tener suerte, español!- dijo con acento siseante.- No tengo nada más que ofrecer…
-¡Caballero, por favor! Me insultáis. Aún veo ese pequeño saquito de terciopelo queque, anudado a vuestro cuello, promete interesante contenido. He venido a Almería, no sólo a conocer el nuevo puerto, orgullo de mi patria, o a conocer a los hombres de vuestro país argelino que han trabajado duro en la construcción de este y del que llaman Cable Inglés, allá en la playa de las Almadrabillas, alarde de ingeniería al estilo francés, sino también a jugar con el maestro de los naipes conocido en todos los puertos, no con el acobardado discípulo… ¡No en vano pongo todos mis ahorros y fortuna al envite y me rechazáis la apuesta…

El viejo que esperaba semejante respuesta, con evidente satisfacción, volcó sobre su mano el contenido del saquito…

-C´est ça ce que vous dites?- preguntó.

La exclamación del soldado se ahogó en su garganta. Lo que vio lo dejó sin habla. Los ojos de los presentes resplandecieron ante la luz inmanente de aquel objeto. Lo que sostenía el viejo musulmán entre los dedos no era sino una bola geométrica de inmensa brillantez. El dodecaedro perfecto reflejaba y refractaba la luz en sus doce magníficas caras pentagonales. Era tal la perfección de talla de semejante diamante que a su entorno parecía flotar un aura de colores espectrales, que formaban una pequeña atmósfera a su alrededor. Sin duda, era la más extraña y magnífica talla que hubiera contemplado en su vida. Hasta la cicatriz del ojo nebuloso del viejo parecía ver y observar la luz de aquella perfección prismática. El viejo habló: “Años hace que abandoné mi tierra desértica para recalar en ésta, tan parecida. Aquí he trabajado y hemos trabajado mis compatriotas y yo mismo en todas esas obras que decís. En el puerto hasta el año 8 y en el cable de ferrocarril desde 1902 hasta su terminación. ¡El mismísimo rey Alfonso XIII, el día de la inauguración, el abril del año 1904, me dio la mano como capataz de la cuadrilla de mis paisanos! Muchos esfuerzos he hecho para vivir en este país y esta ciudad, para que ahora ponga en el envite esta Lágrima de Dragón. Éste es un bien familiar, heredado de mis antepasados desde generaciones y guardado celosamente por mi familia por la gracia de Alá (que sea loado hasta el fin de los tiempos). Je peux pas” … 

Al segundo, su semblante cambió hacía un camino de seriedad: “Éste requiere un pari special… Tú ganas y te olvidas de todo ese montón; yo gano y me quedo con tu vida...” A estas palabras le siguió una frase en árabe, que creyó conveniente traducir… “¡Ah, se me olvidaba! Es obligatorio jugar.”
Nada más terminar de hablar, los hombres que ociosamente esperaban en la penumbra se adelantaron y vinieron a rodear discretamente al militar que, sorprendido por las palabras, había comenzado a levantarse. El brillo de varias hojas de metal desnudas y unas oportunas manos sobre sus hombros, le hicieron cambiar de idea. Se sentó sudando, mientras el anciano, maliciosamente, había comenzado a limpiar la boquilla de su pipa en su, nada pulcra, chilaba. El joven giró la cabeza a su alrededor y cruzó las piernas a la mora. Entrecerró sus ojos y levemente sonrió, consciente de que un gesto brusco de su parte, le sentenciaría. 

-Juons, donc!- concedió.

El oscuro y rancio almacén exhalaba el más puro olor acre del mundo; el del miedo. El militar observó recoger todas las cartas a su contrincante. Las barajó con una agilidad sorprendente de sus aparentemente reumáticos dedos. La cicatriz de su ojo ciego latía con fuerza. La veladura blanca parecía más transparente.

-¡Coja cartas!- le espetó el tahúr.

Hacía tiempo que había visto desaparecer las cartas bajo las hábiles manos del viejo. “Caballeros, exijo barajar”, exclamó por fin. El rostro de sardónica sonrisa del musulmán, se mudó en sorpresa. Sin tiempo a reaccionar el joven militar se había apoderado del mazo y cortó a su antojo, remezclándolo. El adversario obligó con una furiosa mirada a sus hombres a actuar. El cerco se aproximó aún más al joven, que rápidamente soltó las cartas. Estas pasaron a manos del viejo, que con indisimulable disgusto volvió a barajar. 

“¡Ahora tome cartas y deje el resto en paz!”. El joven lo hizo. El viejo tahúr se sirvió y observando al otro jugador, inició la partida. Las manos se sucedieron. La ventaja del musulmán era mínima. Al final del mazo, para la última mano, se llegó en igualdad. Los dos jugadores eran hábiles, el resultado final dependía del último juego; de estas últimas cartas. El que resolviera ganaría. 

Las cartas que puso el anciano sobre la mesa eran insuperables. Su risa resonó convencida de la victoria, el joven podía darse por muerto. Ya lo veía con la garganta seccionada, flotando al amanecer en las aguas del puerto como otra víctima más de los malos hábitos en los marineros que tocan puerto y no saben alejarse de problemas. El viejo se confiaba ganador, su sorpresa fue mayúscula cuando apareció el as en el momento adecuado. La jugada del viejo había sido superada.

-¡No puede ser…! – gritó al verse perdido.- ¡Es imposible!. La exclamación resonó como un látigo en la estancia. 

-¡Cierto, pero gano yo! -dijo el joven, mientras arrastraba por la mesa el montón de dinero hacia su bolsa, ante la boca abierta por el asombro del tramposo viejo.

Los sucesos se desarrollaron a continuación con tanta rapidez, que un segundo hubiera bastado para acogerlos. La boca del viejo, solo se cerró para gritar una orden en árabe, a la par que señalaba con el dedo al militar. Este no perdió la calma y a pesar de verse rodeado por varios hombres que se abalanzaron sobre él, su uniforme actuó con rapidez moviéndose con una eficaz celeridad. Con la velocidad del rayo apareció un escalpelo de la caña de una de sus botas. El viejo, con su ojo sano, no lo vio venir. Antes de cerrar el párpado, ya lo tenía clavado en la pupila. Al llevarse las manos al rostro desguarneció el resto del cuerpo. Luego, el tirón que sintió de su cuello, la pérdida del saquito, el volcado de la mesa por el joven aprovechando el impulso al levantarse de golpe, la caída del viejo que se retorcía de dolor, mientras intentaba sacarse aquello del globo ocular, el consiguiente barullo de muebles, gritos y golpes, todo esto fue casi instantáneo.

Los seis hombres se abalanzaron de golpe como un resorte sobre un punto del espacio, antes ocupado por el uniforme del joven militar, ahora solo ocupado por aire. El resultado fue el entrechoque de cabezas y los habituales tropiezos unos con otros. Alguno clavó sin querer la daga desenvainada sobre la carne del compañero, que a bulto devolvió la afrenta. Mientras tanto, el joven militar, pisando algunos cuerpos y brazos ganó la entrada del almacén. A sus talones oía el resuello de los más avispados, que logrando salir del embrollo lo perseguían gritando.
Afortunadamente, el viejo almacén se encontraba cerca del muelle. El soldado corría en carrera frenética, como si le persiguiera el mismísimo demonio, más de una vez sintió el roce de los dedos de alguno de sus perseguidores. La competición se detuvo cuando los perseguidores se frenaron en seco. En el muelle se divisaba el barco de guerra, que ya con los amarres fuera de los noráis, se disponía a recoger pasarela. 

-¡Un momento!, gritó el joven corredor, que por un segundo había conseguido ganar la pasarela, subiendo a bordo como un ciclón. ¿Da su permiso para subir a bordo, señor?- logró decir jadeando.

-¡SARGENTO! ¡Otra vez por los pelos! Venga a verme cuando se adecente. ¡Fíjese en su uniforme! ¡Y abotónese el cuello, por favor!- gritó una voz desde el puente superior.

-¡Si, mi Capitán, ¡señor! -dijo cuadrándose el sargento entre el murmullo de la tropa formada en cubierta.

-¡Es usted la vergüenza de la Armada Española! -prosiguió el Capitán mientras se alejaba.

-Sargento, ha tenido suerte. El Capitán Ibarra está de buenas hoy. ¿No cree, señor?- se le acercó un marino que ayudó al sargento con su petate.

-Si, Gómez, ha sido una noche de mucha suerte. Quizá sea por mi estrella de la buena fortuna… -dijo a la vez que apretaba un saquito de terciopelo azul que oculto se perdía en el interior de su uniforme. 

Aquella mañana y a hora tan temprana, casi nadie había acudido al puerto de Almería a ver partir los barcos. La actividad era casi nula. En el horizonte se recortaba la alcazaba, al inusitado color cerúleo de la mañana. Solo unos musulmanes de oscuras y raídas vestimentas, con aire disgustado, contemplaban arrebujados en sus chilabas cómo zarpaba aquel navío. El sol comenzaba a despuntar en el horizonte y una ligera brisa acariciaba sus rostros. ¡Si, sólo había unos pocos y extraños personajes allá abajo en el muelle! Poca gente. Y desde luego mucha más de la que cabría esperar para despedir aquella mañana al navío de la Armada Española Estrella.

Jesús C. Palomo


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