Jesús Mora
Maestro y Jefe de Estudios del CEIP “Nuestra Señora de la Oliva” en Vejer de la Frontera (Cádiz)
Hace exactamente cinco años, me encontraba en el patio de un colegio, a 32 grados de temperatura, intentando tranquilizar y apaciguar a uno de mis alumnos, escolarizado en un centro específico de educación especial (CEEE) de una localidad gaditana, en concreto en la Línea de la Concepción. Este muchacho tenía 20 años, 120 kilos de peso, unas manos de leñador estepario, el cuello de un jugador de rugby neozelandés, autismo y un grave trastorno comportamental (no diré su nombre por la protección de datos y esas cosas), pero lo recuerdo como si fuera ayer.
Este chico, antes de una crisis, te avisaba, a su manera, pero te avisaba. Empezaba a ponerse más nervioso de lo normal, sus ojos se achinaban, su ceño se fruncía, su mandíbula se apretaba y empezaba a emitir unos sonidos estridentes muy característicos, algo así como “angi, angi, angi”, con voz muy aguda, junto a un imponente, amenazante e igualmente acojonante “aaaaaaaah” que te dejaba, literalmente, helado. Entonces, ya sabías que algo dentro suyo no iba bien, y que te a ti te iba a tocar batallar, entiéndame este término, pero en cierto modo, sabías que se iniciaba una contienda de la que no querías formar parte y en la que lo único que te importaba era que acabara pronto y sin heridos, sí, tal y como suena, sin heridos, ni tú ni ningún alumno ni por supuesto él.
Cuando sabíamos lo que se avecinaba tenía mi propia estrategia. Este chico, tenía cierta obsesión con los cuellos, y yo, bajaba el cuello de mi camiseta ofreciéndole el mío para que literalmente me embistiera a mí. La intención de este acto era sacarlo del aula, ya que allí teníamos a siete alumnos más, y llevarlo al aire libre, al patio. Una vez allí, “trabajaba” con él cansándolo, hasta que percibía que iba “regresando” y ya entendía que podía acercarme a él sin peligro, aunque en ocasiones medía mal la situación, y me llevaba algún arreón bueno, que me trastocaba un poco…
Pasada la tormenta, te miraba, te acariciaba y sus ojos se llenaban de un arrepentimiento extraño, como el de alguien que sabe que ha hecho “algo malo”, pero que ni recuerda, entiende, ni puede controlar. Pues eso es el autismo, algo que todavía no logramos entender, algo que te puede oprimir el cuello y justamente después, posarse en tu hombro y acariciarte la mano como si fuera un niño de tres años.
Un año más tarde, llevé a cabo en ese mismo centro un proyecto de musicoterapia para los alumnos y alumnas del centro, chicos y chicas la mayoría con NEE en grado extremo. Recuerdo estar trabajando con un chico de unos 6 años que no hablaba, no oía, no veía y no se podía mover, al menos para quienes no lo conocíamos. Durante una sesión, yo lo tenía tumbado sobre mi pecho y mientras, con la guitarra, le interpretaba un tema de Manuel Carrasco, en concreto la canción “No dejes de soñar”. Al poco tiempo de estar yo cantándole, sus maestras, que lo conocían mucho mejor que yo, empezaron a dar gritos de alegría, ya que según expresaban, el alumno se estaba comunicando con el exterior y estaba reaccionado a la música. Ellas lloraban de emoción, yo simplemente sentía que todavía me quedaba un mundo por llegar a conocer a este tipo de alumnos. En ese momento el que se sentía desprotegido fui yo…
En la actualidad, desempeño funciones como tutor de un grupo de veinticuatro chavales y chavalas de sexto de primaria en otro cole muy diferente al anterior, y claro, tienen y dan otros “problemas” diferentes, aunque igualmente apasionantes y enmarañados. Me despido de ellos y ellas este año y siento ese mismo miedo que sentía cuando ese alumno me perseguía, aunque es aún más profundo, siento un vacío difícil de llenar, porque los he visto crecer y han formado parte mía durante dos largos años. Estoy seguro de que a algunos los seguiré viendo y a otros no, pero estoy igualmente seguro de que no voy a olvidar a ninguno de ellos, como tampoco olvido a ese chico que quería “apretujarme” el cuello.
Los maestros y maestras estamos hechos de pedacitos de nuestros alumnos y alumnas, en realidad nos enseñan más ellos a nosotros que nosotros a ellos, y quizás ahí está lo bonito de esta profesión en aprender de ellos. Al final de todo esto, tanto a unos como a otros, siempre los llevaré dentro del corazón, y cada trocito suyo, me ha servido para ser mejor maestro, y, sobre todo, mejor persona.
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