Por Encarnación Gómez Reina
Enfermera y Psicóloga especialista en psicología pediátrica y de la familia
Hospital de Valme
El espejo me mira de soslayo y me sigue por toda la estancia. No logro esconderme de él. Al fin logra su cometido, tenerme frente a frente. Casi acaricia mi rostro, atrayéndolo para sí. Los rayos del sol traviesos juegan con su reflejo y alumbran mi figura. El suave murmullo de unas golondrinas curiosas provoca revuelo entre los jazmines. Sus ramas se enroscan delicadas entre los barrotes de las rejas de la ventana. Quieren formar parte de la instantánea. Cientos de recuerdos infantiles revolotean por las paredes y se introducen por mi nariz. Unos pétalos orgullosos logran volar hasta mi pelo y sujetarse a mis orejas. La estampa se va conformando como un puzle de mil piezas. Y allí, sobre mi cama, la tela del vestido hace aspavientos exagerados para llamar mi atención. Se sabe importante. Se cree indispensable. Su tacto sedoso recorre mi piel semidesnuda y ríe a carcajadas con las cosquillas que le provocan mis dedos. Su mayor deseo se ha cumplido. Se ha acoplado a mi cuerpo. Los ojos lacrimosos y expectantes del viejo roble del jardín comprueban minuciosamente cada acto. Los zapatos blancos, impolutos y erguidos, aguardan pacientes junto a la silla que me ofrece dichosa su asiento. Sobre ellos diviso el mundo distante, lejano. El suelo tembloroso intenta acoger cada uno de mis pasos, me acompaña de nuevo junto al espejo ruborizado al contener mi imagen. Su memoria añora las de un pasado casi reciente. Revive su cariño por aquella niña de mirada valiente. Extiende su marco hasta casi rozarme y escucho su quejido maternal. La brisa seca el ambiente húmedo de la nostalgia proporcionando un calor acogedor. El tintineo acompasado y jovial de las campanas de la iglesia contagian su ritmo a las golondrinas y los jilgueros, que las acompañan en una melodía maravillosa. Me tropiezo con un cajón sobresaliente de la cómoda que me dirige hacia el joyero abierto. En él resaltan un par de pendientes señoriales brillantes de júbilo. Tras colocármelos se contonean presumidos compitiendo con mi vestido. Las manecillas del reloj de la mesilla casi señalan la hora fijada. Mis tacones caminan hacia la percha colgada de la puerta de madera tallada donde una nube de tul aguarda alborotada. Flota en el aire y sin apenas esfuerzo se corona en mi cabeza, desparramándose por mi cabello hasta el final de mi espalda. Un suspiro largo y profundo proveniente de una vieja foto de mi madre me zarandea el velo y cubre mi cara. Su aliento cálido humedece mis mejillas. El ruido del gentío y el relinchar de los caballos anuncia su llegada. Es la hora. La cama, los cuadros, los libros, las fotos, las ropas…, cada rincón de aquel mundo tan mío se inclina ante mí en forma de despedida. Un beso y un adiós les dedico desde mi alma. La puerta se abre reverente, con un leve sonido a llanto sostenido, brindándome el paso a la nueva vida que me aguarda.
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