El origen y devenir del Museo de Bellas Artes de Sevilla

 

Reyes Damigo González

Jefa de Sección de Propiedad Intelectual

Miembro del Grupo de Investigación H-1030 de la Universidad de Sevilla (Historia del Arte)

El Museo de Bellas Artes de Sevilla emerge de manera imponente entre la vegetación que inunda la plaza del mismo nombre. Enclave en cuyo centro se encuentra un elegante pedestal que sostiene una escultura conmemorativa, cuya pretensión es recordarnos la importancia que tuvo Bartolomé Esteban Murillo para la ciudad y para la Historia del Arte. Porque precisamente de Arte, así, en mayúsculas, es lo que se respira y se siente en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.

¿Pero alzamos la mirada para contemplar todo aquello? ¿Nos hemos preguntado alguna vez como era el antiguo convento que hoy lo alberga? Y adentrándonos al museo, ¿Cuál es el origen de la institución?

En la sociedad actual, definida por Zygmunt Bauman como “modernidad líquida”, donde abundan “cazadores de instantes” e impera el presentismo y lo inmediato, lo lógico es que no tengamos tiempo para esas preguntas y cada día se nos escapen mil detalles que merecen ser admirados y, en el mejor de los casos, podrían inundarnos de belleza o incluso invitarnos a la reflexión o al aprendizaje. Es el caso del Museo de Bellas Artes de Sevilla, cuya historia nos revela que, gracias a la constancia y altruismo de multitud de personas, se lograron salvar la mayoría de las obras que actualmente se encuentran entre sus muros.

Todo comienza con las diversas desamortizaciones, siendo la más conocida la denominada Desamortización de Mendizábal, una normativa con forma de dos Reales Decretos, de 25 de julio y 11 de octubre de 1835, en los que se establecía la supresión de monasterios de órdenes monacales y militares, así como los conventos.

Teniendo en cuenta la ingente cantidad de obras artísticas que atesoraban cada uno de estos inmuebles, se determinó que los archivos, bibliotecas, pinturas y demás enseres que pudieran ser útiles a los institutos de ciencias y artes pasarían al Ministerio del Interior, quedando bajo la tutela de los Gobernadores Civiles de cada provincia, quienes, a su vez, debían nombrar a una Comisión, que sería la encargada de realizar el inventario y recoger dichos bienes.

No obstante, aunque esa fue la primera intención, con anterioridad a dichos Decretos el Gobernador Civil de Sevilla por aquellos momentos, José Musso y Valiente, escribió una carta a la Reina Gobernadora María Cristina, posteriormente publicada en abril en la revista L’Artiste, donde le solicitaba la creación de un Museo para Sevilla con las obras provenientes de las diversas desamortizaciones, sugiriendo que podría crearse en todas las provincias españolas, para fomentar así el conocimiento y formación de los jóvenes artistas.

Finalmente, esta petición fue concedida por Real Decreto el 16 de septiembre de 1835, fecha en la que nace esta institución como Museo de Pinturas y solo un mes después se configuraron sus órganos de gobierno. Por una parte, contaba con una Dirección, integrada por Francisco Pereira, canónigo de la Santa Iglesia Patriarcal y consiliario de la Real Academia de San Fernando, D. Manuel López Cepero, canónigo de la Catedral y socio de la de la Real Academia de San Fernando y por D. José Huet, oidor de la Real Audiencia. Por otra, se constituyó una Junta Directiva, entre los que destacaban Juan de Astorga, Juan Felipe Quiroga, Antonio Ojeda, Antonio Quesada, José Bécquer o Joaquín Zuloaga.

Una vez reunidos, uno de los objetivos fundamentales fue hallar una sede para la institución. En un primer momento se barajó el antiguo convento de la Merced, ocupado por la Sociedad Económica de Amigos del País, pero posteriormente determinaron, y así lo solicitaron, que el mejor emplazamiento sería el Convento de San Pablo, a pesar de que por aquellos entonces albergaba oficinas de Hacienda.

Al parecer, mientras esperaban respuesta, la mayor parte pinturas fueron almacenadas en el Hospital del Espíritu Santo y una vez obtenida la autorización, en San Pablo.

Pero dicha autorización fue provisional, y ante la amenaza de la entrada del General Gómez en Sevilla a consecuencia de las guerras Carlistas, las órdenes fueron desalojar de manera inminente el edificio, ya que iba a ser destinado a otros menesteres menos artísticos y más bélicos; como cuartel. Gracias a López Cepero y a la ayuda del vecindario, la mayoría de las obras fueron trasladadas rápidamente a la Catedral y al Colegio de San Miguel. No obstante, San Jerónimo, de Torrigiano quedó en depósito en la Academia de Nobles Artes y el Cristo de la Clemencia, de Martínez Montañez, (procedente de Santa María de las Cuevas) en la Catedral.

El objetivo fue un almacenaje temporal, no obstante, en el caso del crucificado montañesino, aunque retornó al museo y su titularidad en la actualidad sigue correspondiendo al mismo, se encuentra en depósito en la Catedral desde 1845, momento en que López Cepero solicitó que permaneciera en la sede catedralicia, alegando un entorno más devocional dado el gran fervor que inspiraba. Desde entonces, solo ha sido expuesto en el museo, excepcionalmente, como obra artística, con ocasión de la exposición dedicada a Martínez Montañez.

Detalle del Retrato del Padre Alonso Sotomayor y Caro donde se aprecia la iglesia del Convento de la Merced Descalza. Juan de Valdés Leal, 1657. Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Volviendo al conflicto bélico, hay que subrayar que se vivieron momentos difíciles, tanto que en 1836 que se llegaron a suspender todas las actividades de los órganos directivos y, pudo ser entonces, ante tanta confusión, cuando se debieron producir diferentes pérdidas patrimoniales, como algunas obras de la serie de Valdés Leal proveniente del convento de San Jerónimo que encontró Antonio María Esquivel en el Louvre y que denunció durante su estancia parisina en 1841.

Pero la historia daría un giro: tras un Real Decreto de mayo de 1837 se creó la denominada “Comisión Científico Artística”, que supuso un impulso definitivo al Museo y, aparte de López Cepero, ya en la directiva anterior, se incorporaron, entre otros, el pintor Cabral Bejarano, quien, según el propio deán, fue fundamental para el devenir de la institución. Llegó a ser conservador y vivió en el propio museo, preocupándose del inventario de las obras, la inspección de las mismas y las reformas que se efectuaron en el edificio.

Fue en esta segunda etapa cuando se solicitó como sede definitiva el Convento de la Merced e instaron al Gobierno, tras un examen exhaustivo, un presupuesto de 40.000 reales para la adecuación a esta nueva función, así como para la restauración de las obras más importantes que se encontraban en un avanzado estado de deterioro. Finalmente, esta solicitud fue concedida el 11 de octubre de 1838, fecha en la que oficialmente pasa a ser Museo Provincial de Sevilla.

No obstante, como suele ocurrir, el gobierno, inmerso en infinidad de proyectos y gastos, no aportó lo necesario, por lo que se hubo de recurrir a diversas vías para la recaudación de tan elevada suma. Una de ellas fue vender algunas obras que se consideraron de segunda categoría o la venta de materiales procedentes de los derribos. Pero lo más interesante es que, ante tal carestía, se formó una comisión, por parte del Ayuntamiento y la Diputación, que organizó diversas actividades, como celebrar varios bailes de máscaras y rifas benéficas, en favor de tan pobre institución.

También se apeló al patriotismo, y muchos sevillanos aportaron donaciones como Don José Roldán, el pintor Esquivel (también formó parte de la junta), Juan de Dios Govantes, quien corrió con la pintura de la Sala Murillo, o Domínguez Guevara, que abonó 3.000 reales para realizar obras en el jardín, así como unas grandes aportaciones por parte de varios vecinos para encalar las paredes del convento.

En definitiva, la suma de los esfuerzos para salvar las continuas adversidades hicieron posible que el museo pudiera establecerse definidamente en octubre de 1839 y que, el mes siguiente pudiera satisfacerse la primera solicitud de un copista; el pintor Antonio Quesada para la obra Santo Tomás de Villanueva, de Murillo.

Meses después se aprobó el Reglamento de funcionamiento, y tras abandonar la Sociedad Económica de los Amigos del País la parte que ocupaban del edificio, se decidió adecentar la iglesia y convertirla en la sala número uno del Museo, que en su momento no contaba con las grandes obras de Murillo, ya que este, tenía una sala dedicada en exclusiva, la número 5 de la planta superior.

En los años siguientes se continuó la mejora y el cuidado tanto el edificio como de las obras. Se solicitaron rejas, se construyeron los muros del jardín trasero y se colocó en la puerta principal la Cruz de Cerrajería, obra de Sebastián Conde, realizada en 1692, actualmente presidiendo la Plaza de Santa Cruz. Igualmente, en la zona central de la Plaza se llevó a cabo el paseo público, dispuesto sobre un terreno elevado y decorado con bellos bustos romanos provenientes del palacio arzobispal de Umbrete.

Más adelante, entre 1868 y 1898, se procedió a la restauración de las arquerías y muros del primer piso, así como el alicatado de los claustros con azulejos procedentes de conventos desamortizados. En los años cuarenta del S.XX tuvo lugar una reforma importante, el traslado de la antigua portada barroca de la calle Bailén a la fachada principal, configurando el entorno tal y como hoy lo conocemos. Por último, entre 1987 y 1993, tuvo lugar una rehabilitación total del edificio y su adecuación a las exigencias de la moderna museografía.

 

Fachada principal del Museo anterior al traslado de la fachada actual, anteriormente en la Calle Bailén. Fotografía: J. Laurent.

Visita del conde de Ibarra al Museo. Francisco de Paula Escribano, 1856. Fundación Cajasol.

En cuanto al interior del museo, en un primer momento, cuando se abrió al público, solo eran visitables la Iglesia, algunas de las salas y los corredores situados en la planta primera, de tal manera que, teniendo en cuenta la ingente cantidad de obras que se llegaron a reunir, las que se expusieron, estaban dispuestas de forma abigarrada, como se aprecia en la Visita del conde de Ibarra al Museo, de 1856.

Este lienzo recoge como su autor, Francisco de Paula Escribano, en una suerte de autorretrato, le muestra a la familia Ibarra detalles de la sala primera de esta institución, una zona destacada con más de doscientos cuadros que, además, servía como sede a la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, un lugar perfecto para que los alumnos aprendieran de los grandes maestros a través de las copias.

Pero, además, en este retrato colectivo se pone de manifiesto la importancia del mecenazgo y la implicación de la sociedad sevillana en el Museo de pinturas, algo fundamental para la apertura y mantenimiento de la institución.

 

Con la misma museografía decimonónica, y de reciente adquisición por el museo, se conserva la obra Visita al Museo de Bellas Artes de Sevilla, posiblemente de Francisco González de Molina, de 1876, donde se nos vuelve a mostrar la acumulación de obras pictóricas en la Iglesia junto a San Bruno y Santo Domingo de Guzmán penitente, ambas esculturas de Martínez Montañez.

Es bastante significativo que, tanto en esta obra, como en la anterior, destaca de manera sobresaliente la preminencia de las obras pictóricas sobre las esculturas, y es que, en el catálogo de 1940, se recogen un total de 4.168, frente a las esculturas que, aunque de gran calidad, representan un porcentaje ínfimo.

Visita al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Francisco González de Molina?, 1876. Museo de Bellas Artes de Sevilla.

No obstante, aparte de pinturas y esculturas, el convento también fue la sede del Museo Arqueológico, ya que, en su Decreto de creación de 4 de diciembre de 1840, se consideró más ventajoso y económico que formara parte del Provincial. Por ello, a lo largo de los años se fueron distribuyendo en los claustros del patio grande, del pequeño y del vestíbulo los restos arqueológicos procedentes de las excavaciones de Itálica y de la colección de Bruna que se encontraba en el Alcázar, como se refleja en el lienzo de 1900, Vista de un rincón del Museo Arqueológico, de Ignacio Hermosillo.

Otro de los inconvenientes que tuvieron los orígenes de este museo de pinturas fue la alternancia de la dirección. En 1850 recayó en la Academia de Bellas Artes, para pasar después a la Comisión de Monumentos hasta 1867, año en que retornó a la Academia, entidad que tan solo un año después, se encargó de realizar los inventarios de la desamortización llevada a cabo con el Sexenio Liberal, lo que supondría un consecuente incremento de sus fondos.

Pero si hasta ese momento las obras que se exponían en el museo provenían de los antiguos conventos, monasterios o iglesias, a partir de finales de siglo se iniciará un nuevo fenómeno, dotando a los museos en general y a este en particular, de nuevas obras, y transformándolo en un lugar mucho más especial, por concurrir en el actos generosos y desinteresados en favor de la sociedad. Nos referimos a las donaciones.

Una de las primeras fue la Infanta María Luisa de Borbón quien por vía testamentaria legó el Retrato de Jorge Manuel, de El Greco. Pero ya entrado el siglo XX fueron los propios pintores los que dotaron al museo de pintura contemporánea. Tal es el caso de Alfonso Grosso, que cedió varias obras de José García Ramos y algunas propias, como El retrato de los patronos del museo, de 1951, o José Arpa con algunos de sus paisajes. Pero no solo los pintores fueron los donantes, también sus esposas, como el magnífico legado que nos dejó Lucía Monti de las obras de José Villegas Cordero, o María Roy cediendo las de Gonzalo Bilbao.

Por otra parte, también existieron diversas instituciones implicadas en el engrandecimiento del museo, como fue el caso del Comercio Sevillano, que en 1939 donó el mítico Sevilla en Fiestas, de Gustavo Bacarisas.

Y es que, como hemos venido señalando, aunque las desamortizaciones fueron la fuente primigenia del patrimonio de este museo, los fondos actualmente se completan con las recientes adquisiciones y, fundamentalmente, con la multitud de donaciones que se siguen produciendo día tras día. La última, acontecida en este mismo año, proviene de los familiares de Francisco López Cabrera, los cuales se desprendieron de 191 obras de la colección de este último y que viene a completar las donaciones que ya había efectuado en vida tan generoso coleccionista.

En definitiva, esta institución, con más de 150 años, ha atravesado por momentos convulsos y muchas dificultades, pero el conocimiento de su historia de nos hace tomar conciencia de la importancia de la sociedad civil, como motor y elemento clave para superar las adversidades. Quizás, este modelo de desarrollo institucional que implica a la ciudadanía podría aplicarse en un futuro inmediato para acometer la soñada ampliación del Museo sevillano en el Palacio Monsalves, acelerando un proceso que hoy día se antoja infinito. Tal vez la sociedad civil hispalense podría renovar la implicación de antaño para superar estos últimos veinte años alimentados por las trabas burocráticas, la falta de recursos y la desidia política. La historia pasada de nuestro Museo nos enseña que se pueden superar los obstáculos más dificultosos, siempre que exista un compromiso sólido y decidido de la ciudadanía que, con su reacción y reivindicación constante, contagie a las instituciones públicas competentes para cumplir sus promesas y no permitir que la gran pinacoteca que Sevilla ofrece a España y al mundo caiga en el ostracismo, la indiferencia y el olvido.

Vista de un rincón del Museo Arqueológico Ignacio Hermosillo, 1900. Museo de Bellas Artes de Sevilla.

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