Un mundial en color

José María Castro Pascual.

Letrado-Jefe en la Consejería de Economía, Hacienda y Fondos Europeos.

I

Era el primer día de junio de 1978 y acabada de volver de una excursión de la que el único recuerdo que conservo es haber perdido, con mi despiste habitual, las monedas que mi madre había metido en mi bolsillo para que me comprase alguna bebida azucarada. Menos mal que los bocadillos los llevaba de casa. El destino de la excursión había sido un pueblo de la provincia de Sevilla, no sé cuál. Tampoco recuerdo quién me fue a recoger al autobús. Tal vez no me recogió nadie porque en los años setenta se consideraba que con ocho años largos (cumplía nueve en septiembre) un niño podía ir y venir por las calles sin un adulto a su lado.

Hay un vacío en mi memoria tras la llegada del autobús a la ciudad, y de repente estoy sentado en el sofá de mis vecinos. En aquella época había pocos televisores en color, y mis padres no estaban, precisamente, en la vanguardia tecnológica. Nuestros vecinos eran maestros, tenían tres hijas y también a una abuelita en casa. No eran ricos, pero lo cierto es que su salón estaba presidido por una imponente televisión en color. Él tenía fama de tacaño y andaba siempre pidiendo favores, pero en esta ocasión fue muy generoso al invitar a mi padre (y, por extensión, a mí) a ver en su casa el partido inaugural del mundial. Alemania (la federal u occidental: la unificación tardaría más de una década en llegar) contra Polonia. La vigente campeona y la que había sorprendido a todos en los mundiales de Alemania de 1974 al alzarse con una muy meritoria tercera posición. 

El partido fue aburrido (de hecho, acabó en empate sin goles), propio de dos selecciones venidas a menos, pero daba igual. El veneno de los mundiales ya se me había metido en el cuerpo. Durante ese curso escolar las revistas y periódicos deportivos habían ido despertando mi pasión por la letra impresa. Los fines de semana pedía dinero a mis padres para comprar la revista “Don Balón”, que hace ya algunos años dejó de publicarse. Venía a ser un semanario de actualidad futbolera patria, y tengo alguna vaga remembranza de crónicas o reportajes de J.J. Castillo o José Mª Casanova. El recuerdo más vívido que guardo es el de una entrevista a D. Santiago Bernabéu (ahora cotejo fechas por internet, y hubo de ser hecha pocos días antes de su muerte) en la que el mítico presidente del Real Madrid hablaba a calzón quitado de fútbol, de mujeres, de política. Recuerdo muchos minutos en la cocina, junto a mi madre, preguntándole qué significaban algunas palabras que aquel señor tan mayor y tan importante empleaba en la entrevista: burguesía, comunistas, prostitutas. 

Pero, sobre todo, de aquellos meses previos al mundial argentino, conservo en la retina la impresión que me produjo una revista que se llamaba “Onze”, como el número de jugadores de un equipo de fútbol, sustituyendo la “c” por la “z”. El nombre era tan visual -además de sonoro- y las portadas tan espectaculares que la publicación no pasaba inadvertida en los quioscos. Así que un buen día hice acopio de algunos ahorros y me la compré. Era más cara que “Don Balón”, así que solo pude repetir la compra una o dos veces más. A mí me pareció el colmo de la modernidad y de la sofisticación. Ante la proximidad del mundial, la revista analizaba las grandes figuras europeas y americanas del momento en reportajes muy documentados y no exentos de calidad literaria. Para un niño de ocho años poder entenderlos era toda una aventura. Casi como comprar hoy “The economist” y ser capaz de leerla. Buen gusto, exquisitez. Cierto sentimiento de élite que inevitablemente embarga al lector y que le hace creerse un pelín por encima de los demás.

Dicen los psicólogos de la memoria que los recuerdos de la niñez se mantienen más frescos que los de épocas más avanzadas de la vida. Y debe ser verdad porque recuerdo la emoción con la que, con la autorización de mis padres (la que no obtenía para ver “Raíces” o “Curro Jiménez”) aguanté los embates de Morfeo para quedarme un buen día en el salón hasta muy tarde y poder ver en nuestra vieja televisión en blanco y negro un partido de preparación del Mundial, en el Centenario de Montevideo, contra la legendaria selección uruguaya. Ahí es nada -pensaba yo, precoz aficionado ya a la Geografía- ¡haber ganado dos mundiales esta minúscula nación con una población equivalente a la de Madrid!

II

Ya en Argentina, España no pasó de la primera ronda. En un partido muy desafortunado, nuestra selección perdió contra Austria por 2-1. El primer gol lo marcó quien al poco tiempo se convertiría en goleador azulgrana, Hansi Krankl y, tras el empate de Dani -delantero del Athletic de Bilbao muy alejado del canon de futbolista vasco, por su nombre (Daniel Ruiz Bazán) y por su morfología (bajito y menudo)-, un gol de Schachner selló nuestro mal comienzo en la fase de grupos. Luego vino Brasil. Todos los aficionados que superamos los cincuenta nos acordamos de aquel increíble gol marrado por Julio Cardeñosa. Apodado “flaco” por su frágil complexión física, este jugador del Betis tenía una extraordinaria calidad en su pierna izquierda. Quizá la zurda más precisa del fútbol español de la época. Suyo había sido el pase a Rubén Cano, desde casi el banderín de córner, que en Belgrado había refrendado nuestra clasificación para el Mundial. Su equipo acababa de descender a segunda división, pero nadie podía cuestionar su presencia en la selección. Faltaba un cuarto de hora cuando le llegó un balón a la pierna derecha, más o menos en el punto de penalti; titubeó, se lo colocó en la pierna buena y disparó tan débilmente que, aun estando el portero rebasado, un defensa brasileño pudo despejar el balón en la misma raya de la portería. Otro infortunio más en el rosario de desgracias que los mundiales traían invariablemente al fútbol español. Y al final, un partido contra una Suecia que, como buen equipo nórdico, pecaba de inocentona y corta de imaginación. Superioridad hispana y victoria 1-0 con gol del barcelonista Asensi.

Tuvimos mala suerte hasta con las matemáticas, porque habíamos ganado un partido, empatado otro y perdido el otro. Tres goles a favor y tres en contra. En estos casos, a veces pasas y otras quedas fuera. Eso antes, claro, del aumento del número de equipos y de algunos cambios en la estructura de esta competición, que han permitido el pase de los “mejores terceros”. Los resultados de los demás partidos hicieron que nuestros jugadores volviesen de “La Martona” (controvertida -por incómoda- sede de la selección española en Argentina) con una sensación de que se podía haber hecho más. 

III

Pero tampoco fue una frustración que nos quitase el sueño. Franco había fallecido en noviembre de 1975 y, tras el fracaso de Arias Navarro, presidente del Gobierno al tiempo de su muerte, el nuevo jefe del Estado, Don Juan Carlos I, había nombrado presidente a Adolfo Súarez. El “milagro de santa Teresa”, como con sorna lo apodó Emilio Romero -un influyente periodista de la época-, consiguió con su UCD la victoria en las primeras elecciones democráticas y mantenerse en el gobierno. En junio de 1978 se estaba elaborando una Constitución que se aprobaría seis meses después y que, con algunos pequeños retoques, permanece vigente. Quiero decir que España era un país en plena transición, con una democracia balbuciente, aún lejos de ingresar en la Unión Europea, y cuya selección -vemos retrospectivamente ahora los de mi generación- adolecía de un agudo complejo de inferioridad cuando se enfrentaba a las potencias futboleras tradicionales. También es verdad que las grandes figuras de nuestra liga eran extranjeras y, para colmo, el Real Madrid -otrora buque insignia de la españolidad- pasaba su larga travesía del desierto en las competiciones continentales. 

En contraste con el ilusionante clima político de nuestro país, en Argentina se vivían años de oscuridad. Gobernaba el país una sanguinaria Junta Militar (1976-1983). Paradójico que en un país con personalidades tan marcadas y vigorosas la dictadura no tuviera encarnadura en una persona concreta. El General Jorge Videla presidía esa Junta Militar en 1978, pero después se sucederían generales de la Armada o del Ejército hasta 1983 y el advenimiento al poder de Raúl Alfonsín. Aunque los crímenes de la dictadura eran todavía desconocidos por el mundo, se trataba de un régimen necesitado de legitimidad fuera de las fronteras argentinas y que concebía el mundial de fútbol como el mecanismo más idóneo para ello. Con la perspectiva que dan los años y las lecturas, podría tener este Mundial cierto parangón con las olimpiadas de Berlín de 1934 pero sin la obsesión racista del gobierno del país organizador. 

Cuento esto como preludio a un apunte de lo que pudo ser -aunque no lo fue- el gran escándalo del Mundial. En una atípica (a los ojos de hoy) segunda fase del mundial, y en el grupo de la anfitriona, el primer partido enfrentó a Brasil y Perú, finalizando con una victoria de los brasileños por 3-0.​ Argentina, por su parte, venció a Polonia 2-0 con dos goles de Mario Kempes, quien a la postre resultaría ser el máximo goleador del Mundial (había sido ya pichichi en la liga, con el Valencia C.F.). En la segunda jornada, victoria de Polonia sobre Perú 1-0​ y empate sin goles entre la albiceleste y Brasil. Así las cosas, ​para la tercera y última jornada Perú llegaba desahuciada con cero puntos, Argentina y Brasil con tres puntos (regía aún el viejo sistema del punto por el empate y los dos por la victoria) y Polonia con dos puntos. Brasil iba primera pues tenía mejor diferencia de goles que Argentina (+3 y +2, respectivamente).​

Los partidos de la última jornada no se jugaron a la misma hora, circunstancia que hoy sería impensable. Así, primero jugaron Brasil y Polonia a las 16:45, mientras que Argentina y Perú lo hicieron más tarde, a las 19:15. Brasil ganó su partido por 3-1. Con este resultado Argentina debía, para llegar a la final, ganar su partido por más de cuatro goles de diferencia. Que si el portero del Perú había nacido en Argentina, que si hubo unos barcos llenos de carne entregados por el gobierno argentino al peruano a cambio de que la selección de este país se dejase golear, que si Videla bajó al túnel de vestuarios y conversó con los jugadores peruanos…Yo creo que Argentina era muy superior a Perú (que tenía un superclase, Cubillas, y diez más) y ya en el minuto cincuenta había conseguido los cuatro goles requeridos. Al final, 6-0. Fue la primera vez que escuché, en algún medio y casi en tono susurrante, la palabra amaño.

IV

 Seguí viendo los partidos del Mundial en casa hasta que terminó el curso escolar. Hicimos las maletas y nos fuimos a la playa (ay, aquellos veraneos antiguos de tres meses). Antes de llegar al apartamento que habíamos alquilado, mi padre detuvo el coche en casa de una hermana suya. Y es que su marido, médico de profesión y hombre bueno y austero como pocos, había comprado una televisión en color. Sin afición por el fútbol, padre de una hija y seis varones, tengo para mí que fueron algunos de estos primos míos, casi todos ellos futboleros y del Athletic -como se estilaba en aquella época, en la que el equipo vasco despertaba muchas simpatías en todo el territorio nacional por su bravura y pasado glorioso-, quienes presionaron a mi pobre tío para que fueran los primeros del pueblo en adquirir tan preciado objeto.

Ver el “Monumental” a todo color, lleno hasta la bandera, cubierto el césped con papeles lanzados por el público -festejando casi de antemano el triunfo de la selección anfitriona- fue un goce inédito para mí. Ya de mayor me he comprado televisiones de un tamaño muy superior (casi me da vergüenza decir sus pulgadas) y con mejor calidad de imagen (supongo, dados los adelantos tecnológicos). Pero no he vuelto a experimentar esa sensación de privilegio que sentí cuando me puse frente a aquella televisión para ver ¡nada más y nada menos! la final de un Mundial. Un gol de Kempes en la primera parte y un gol en las postrimerías del encuentro de un suplente de Holanda (un futbolista del montón, Nanninga, que así pudo tener sus cinco minutos de gloria) llevaron a la prórroga. En ésta, el segundo gol de los argentinos, marcado por un Kempes en vena de aciertos al que le salía todo (qué gran verdad la de las rachas de los goleadores: vuelvo a ver en internet cómo el gol lo mete con su pierna mala tras una sucesión de rebotes y después de haberse llevado la pelota a trompicones) provocó el delirio en el estadio. Y el último gol del mundial lo hizo un tipo de clase y elegancia innatas con el balón en los pies, que año y pico después recalaría en mi equipo y que respondía al nombre de Ricardo Daniel Bertoni.

V

Fue un mundial que echó en falta a Beckenbauer o a Cruyff, nombres descollantes -aunque ya declinantes- de aquel fútbol setentero. He buscado explicaciones de por qué faltaron a la cita de Argentina. Mirando Wikipedia compruebo (en realidad ya lo sabía, pero por si acaso: equivocarse habría sido imperdonable) que el “kaiser”, que había sido una de las indiscutibles figuras de los tres mundiales anteriores, tenía entonces treinta y dos años largos, y hacía un año que había dejado de jugar en su selección. Más triste fue lo del holandés, icono de aquella década, que a la sazón tenía treinta y un años recién cumplidos, una edad más que aceptable para jugar un mundial. Se esparció una bruma de especulaciones sobre su ausencia hasta que, en la última etapa de su vida, aclaró que había sido el afán de proteger a su familia, que pocos meses antes del Mundial había sido asaltada en su propia casa por unos delincuentes a punta de pistola, lo que le había llevado a tomar una decisión tan decepcionante para su multitud de seguidores. 

Otra destacada ausencia fue la de Diego Armando Maradona. Le quedaban meses para cumplir la mayoría de edad, pero ya era de sobras conocido en su país. Pasó el primer corte, pero no el segundo y definitivo. Parece que Menotti (otro “flaco”, con una prosodia y unos aires intelectuales inconfundiblemente argentinos que me cautivaban) recibió muchas presiones a la hora de confeccionar su selección (entre las que se incluyen las de los propios jugadores argentinos), pero la anfitriona ganó el campeonato y, tal vez por ello, nunca se discutió su decisión. 

No pudimos ver a Maradona, pero sí pudimos solazarnos con algunas otras figuras entonces emergentes -aunque no tan jóvenes como el genio argentino- que marcarían la década de los ochenta en el fútbol europeo. Aparte del ya citado Kempes, en mi lista -estrictamente personal- solo incluiría un jugador no europeo, Zico (el brasileño de piel blanca mejor dotado técnicamente que he conocido, y que apenas jugaría en Europa). Los demás nacieron en el viejo continente. Encabezaría el elenco Platini, un talentoso y poco atlético francés que, para mí, tuvo en la consecución de la Eurocopa de 1984 por parte de su selección incluso más protagonismo que el que tuvo el “Pelusa” en la victoria de Argentina en el Mundial de 1986. Algo que nunca se ha ponderado lo suficiente, quizá porque el personaje resulte antipático, por las sombras que ha dejado como gestor deportivo o vaya usted a saber por qué. Otro que tras colgar las botas se metió en los despachos fue Rummenigge (la fiabilidad del Mercedes o del BMW trasplantada al fútbol). Y seríamos injustos si no mencionásemos a Paolo Rossi (cuya carrera fue más bien corta, aunque le dio tiempo de despuntar en Argentina y de ser campeón y máximo goleador en el Mundial de 1982) o al completísimo jugador polaco -de impronunciable nombre- Zbigniew Boniek. 

Todos ellos brillarían en las siguientes ediciones de los mundiales. Pero en 1982 yo estaba entrando en la adolescencia y ya no sólo el fútbol ocupaba mi pensamiento. Por eso me costaría más trabajo evocar las imágenes de aquel Mundial de España. Lo cual no deja de ser contradictorio, porque en casa ya teníamos tele en color. 

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