Antonio Cobos Comino
Departamento de Formación. Instituto Andaluz del Deporte.
La fuente (basado en un hecho real)
La fuente se encontraba en un extremo de la plaza. Aunque parecía escondida, empotrada en un muro, no pasaba desapercibida al forastero. De sus dos caños brotaban sendos chorros de agua cristalina que, al caer sobre el abrevadero, componían un relajante soniquete y era la atracción de pájaros, cabras o mulas que llegaban en tropel a su bebedero.
Cada mañana, los lugareños acudían garrafa en mano a llevarse su refrescante agua. Sus propiedades culinarias o sus cualidades terapéuticas eran algunos de los comentarios que más se escuchaban entre la gente arremolinada alrededor de la pila y, como era bien conocida entre los cortijos cercanos, siempre había que llegar tempranito para evitar las penosas colas. Daba igual que el pueblo dispusiera de una flamante red de abastecimiento, la gente seguía yendo religiosamente a su maravillosa fuente. En contra de la práctica de los vecinos, mi padre nunca subía a recoger agua. Es verdad que no renegaba de ella, pues solo la visitaba para apaciguar sus paseos por la plaza o evitar una deshidratación imprevista. Defendía con uñas y dientes que el agua del grifo era igual o mejor que la de la dichosa fuente.
Después de tantos años de dura lucha para que el agua corriera por las tuberías no entendía esa absurda renuncia al agua de las casas.
Un día, después de rellenar unas cuantas botellas con agua del grifo, mi padre salió a tomar el fresco en el mismo momento en que vio venir a D. Luis, el alcalde del pueblo y ferviente defensor de la fuente en cuestión, que cargaba con un cántaro.
– Buenos días- saludó mi padre cuando el hombre llegó a su altura. El alcalde lo miró con aire cansino y levantó el brazo educadamente.
– Estas cuestas me están matando, no me acostumbro a ellas. Pero todo sea por tomarme el café con esta maravillosa agua- dijo alzando la vasija.
– Parece usted cansado, pase y siéntese bajo la parra. Ya verá como a la sombra recupera el resuello, y si quiere, yo mismo le puedo preparar ese cafetito- le animó mi padre. D. Luis no tardó en pensárselo pues ya venía bastante exhausto.
– Con la condición de que lo hagas con el agua de la fuente- sentenció entregándole el cántaro y entrando hacia el patio.
Mi padre pasó a la cocina y se puso manos a la obra. Agarró la cafetera, la llenó con la famosa agua. La colocó sobre la hornilla, encendió el fuego y se quedó mirando al otro lado de la ventana. Disfrutando de la sombra, el alcalde parecía dormitar. Mientras lo contemplaba no pudo evitar un pensamiento. Una inocente ocurrencia. Rápidamente, apartó la cafetera, la desenroscó y vació el depósito en el fregadero. A continuación, abrió el grifo y llenó de nuevo la cafetera colocándola tranquilamente sobre el fogón. Sin quererlo, a mi padre se le escapó una sonrisa traviesa. Con el café humeante, salió a la luz del patio ofreciéndole una taza al alcalde. Este, un poco aturdido, se la acercó a la boca dando un generoso sorbo.
– Cuidado con la lengua, no juegue con la herramienta de su trabajo- le dijo mi padre con sorna. Haciendo caso omiso al comentario, el alcalde continuó saboreando el café al tiempo que se le iba cambiando la cara. Abrió los ojos extrañado y de improviso exclamó:
– ¡Exquisito, un sabor incomparable!, esa fuente es la mejor de la comarca. Haré una propuesta para su comercialización. No. La televisión. Eso sí estaría bien, ordenaré al jefe de prensa que se ponga en contacto…
Mientras el alcalde seguía con sus delirios imposibles mi padre se acomodó en su silla, cerró los ojos y murmuró:
– Tiene usted razón D. Luis, toda la razón. Y volvió a sonreír, esta vez con muchas ganas.
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