Rafael Sorroche Ramos
Administrativo
Área de Urgencias
Hospital Alto Guadalquivir de Andujar
Jaén
La caldosa lluvia había ensuciado las mayólicas del patio de la casa. Anegado por el torrencial chaparrón de verano, Aquiles tuvo que atravesarlo, descalzo; ensuciándose los pies de légamo rojo caído la noche anterior. Estuvo toda la noche calenturiento ¡No por el calor! ¡No por la sucia lluvia, no…! ¡Él no sudaba! Era un superviviente de la España sin aire acondicionado, la del abanico, la de noches tórridas. Había vivido dentro de su túnica de piel, durante cincuenta y cinco años, y nunca había sudado.
Su hijo había terminado la carrera y esa mañana le imponían la banda, sí, en su interior no quería reconocerlo, pero estaba nervioso. El cielo esa mañana se había convertido en un caldo de calor. El verano estaba fuera de lugar, era caluroso y las altas temperaturas de hasta cuarenta y cuatro grados, aplanaban a cualquiera. Él seguía sin sentir calor y sin sudar. Se embutió su traje gris perla con su habitual y delicada tranquilidad y sobriedad decimonónica. Zapatos negros, pajarita y pañuelo a juego, chaleco cruzado gris claro, camisa combinada mil rayas con un toque rosa, y un par de gemelos cuadrados negros, componían aquel magnifico traje de alpaca. Su familia lo miraba asustado pidiéndole por favor que cambiara la vestimenta para este día tan especial, por el traje de lino blanco comprado en un viaje que hizo a Panamá. Desde entonces siempre estuvo quejoso de no haberse llevado su traje gris perla a semejante viaje, y esta vez se lo iba a poner ¡sí o sí! Siempre había sido un conservador. En su vida cotidiana usaba vaqueros. Alguien le dijo alguna vez, no recordaba quién, que era un sempiterno empedernido y que él los había inventado.
– ¡Os espero fuera! ¡Daros prisa, que parece que tenéis el gen de la tranquilidad, y no llegamos! -de un portazo cerró la puerta encaminándose hacia la calle.
Todo el mundo lo miraba, algunos volvían la faz asustados.
– Con el calor que hacía y con traje. – decía entre cuchicheos una pareja al pasar. Algunos viandantes sudaban nada más verlo, y él sin sudar, sin sentir calor. Él sabía que tenía un termómetro perfecto regulando su cuerpo a la temperatura exterior, que ya lo quisieran estudiar los científicos. No estaba rodeado del mismo aire que envuelve a todos los mortales, siempre lo había intuido. Parecía sumergido en un fluido denso que le impedía moverse a la velocidad que los demás consideraban normal. Era como imaginar una enorme piscina y él dentro, caminando por el fondo de la misma, en apnea permanente.
Sus movimientos calmosos y sosegados acera arriba acera abajo le habían cansado la espera, no llegaban ni a los postres, y su familia sin aparecer. Una media sonrisa le asomaba cada vez que alguien pasaba y al verlo trajeado, empezaba a sudar. Era su pequeña venganza a la humanidad. ¡Y seguía sin sudar!
Ante la tediosa espera se sentó en un banco y empezó a observar, mirar de un lado a otro con desconfianza, miedo, turbación. Sus ojos cincelaban el día a día, esculpían lo cotidiano. Se sentía como un ratón de hospital, de los que viven inmortales, de esos donde los cadáveres son su mejor compañía.
Como un lienzo clavado en la pared, empezó a observar desde su banco pétreo el pasar de la muchedumbre en una gran variedad grotesca de moda y actitudes: pantalones cortos, faldas, pelo largo, pelo corto, un viandante con aire de susceptible con un libro en su mano sudorosa deambulaba junto a una camioneta que laminaba el asfalto pringoso, dejando a su paso un ruido estridente, o el grupo de jóvenes que con su palo selfie urdiendo su amor a la tecnología, como las jóvenes obreras hormiguean buscando el maná para pasar el invierno, se echaban fotos sin parar.
Una lluvia torrencial empezó a regar esta maldita tierra y hacía todavía más sofocante el andar de la gente, el relatar mil y una batallas, en la esperanza y el deseo de que acabara el día lo antes posible. Ese día circularon whatsapp para todos los gustos. En uno de ellos se veía el norte de España con temperaturas aceptables y en el sur no había temperaturas ¡Sí señor! Tan solo una leyenda: Vais a morir… de calor, claro… y él seguía sin sudar…
Aquiles, sin compungirse de calor se levantó ante semejante lluvia estival y sacudiéndose el traje, se encaminó hacia la cochera, no aguantaba más la tardanza de su familia. Se iría directamente al evento. Al pasar junto a la frutería, ésta cerró la corredera con un ruido estridente que le hizo sobresaltarse. Miró hacia dentro y observó como a las hermanas Gilda, solteras y enteras, les caían los sudores de la muerte, al verlo pasar con su traje de alpaca. La bajada de una persiana con una bella mujer asomada a la misma le hizo mirar hacia arriba, ésta se echó las manos a la cabeza al verlo, persignándose a la vez…
– ¿Qué hacía este hombre ante semejante calima y con traje? -caviló la mujer.
Los viandantes pasaban a un metro de él asustados, agitando con sus abanicos una flama insoportable. Hasta los ladrillos eran como alfileres punzando en la piel cuando los tocabas al pasar.
Abrió la puerta del garaje, se dio la vuelta y miró hacia fuera. El maullido de un gato le causó sorpresa por lo intempestivo de la hora y el calor sofocante del día. Con una sonrisa en los labios, como sintiéndose un ser especial, rumió:
– Ellos no lo saben pero tan solo temo cuatro cosas en la vida: las tormentas en el mar, la noche sin luna, las corrientes de aire y no tener mi traje de alpaca a mano…
Y seguía sin sudar…
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