LUIS GARCÍA DEL RÍO
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Evidentemente las compañías van llegando a este convencimiento por una doble vía.
De una parte porque son conscientes del peso de los aspectos reputacionales sobre su
actividad, pero también de otra, porque son igualmente conscientes del gravísimo daño
patrimonial que la detección de una conducta de esta naturaleza conlleva. Un escándalo
de corrupción, por ejemplo, para una sociedad cotizada en la Bolsa de Nueva York, su-
pone, además de la aplicación de las correspondientes consecuencias de índole sancio-
nadora, la posible apertura de una
class action
. A través de ella, los miles de accionistas
o titulares de ADRs que consideran que la conducta impropia de los responsables de
la empresa puede haber provocado un daño a la cotización de sus títulos, emprenden
reclamaciones multimillonarias, que pueden suponer el fin de una corporación.
Creo sinceramente que todas estas vías muestran tendencias interesantes de lucha
contra la corrupción por las que discurren países de nuestro entorno que, poco o nada
tienen que ver con aquellos elementos en los que tenemos focalizada la cuestión en
nuestro país.
De hecho, hay un factor sobre el que me gustaría llamar la atención. Son precisamen-
te los países que mayores niveles de corrupción presentan a nivel global, aquéllos
que contemplan como único remedio a este tipo de comportamientos ilícitos, la reac-
ción jurídico penal. De hecho, en esos países en los que la justicia penal tiene un ele-
vado protagonismo, la denuncia periódica de corrupción se utiliza como mecanismo
de
purga
periódica de las instituciones y del sistema a medida en que determinados
responsables
caen en desgracia
ante los máximos detentadores del poder.
El sistema en tales regímenes, es tan turbio como eficaz. Todo el mundo se mueve
bajo una sospecha general de corrupción que se activa a conveniencia cuando deter-
minados resortes en los entornos del poder hacen que determinados responsables y,
con ellos sus equipos, pierdan el favor de los mismos y, para ello, nada mejor que
una acusación de corrupción.
El plano de Transparencia Internacional que hemos citado, nos permite realizar al-
gunas consideraciones adicionales. En primer lugar, los niveles de corrupción son
menores en los países con sistemas democráticos más consolidados. Esto debería
hacernos reflexionar acerca de los discursos de descalificación global de las institu-
ciones y de la apelación a la corrupción generalizada, como vehículo de acceso al
poder de ideologías y planteamientos totalitarios.
El esquema se ha repetido ya en muchas ocasiones. Primero se desmonta todo el
entramado institucional con la queja acerca de la corrupción generalizada y, una vez
en el poder, se emplean mecanismos de ocupación de las instituciones que permiten
que aquélla –la corrupción– se ejerza sin tasa ni límite, camuflada en un sólido dis-
curso ideológico basado en la fractura social en el que la corrupción de los nuevos